Ana Josefina: la niña que creció entre la pinocha de El Rosario

Una de las últimas pinocheras del monte de La Esperanza cuenta las claves claves de un oficio en peligro de extinción

Jorge Dávila

Jorge Dávila

Santa Cruz de Tenerife

Nació en Caracas hace 65 años, pero a los once ya estaba recogiendo pinocha en el monte de La Esperanza. Es la primera hija de un matrimonio formado por el tinerfeño Toribio Delgado Acosta, natural de El Rosario, y la venezolana Marta Verdi. Él se marchó a Venezuela para escapar de la mili; ella voló hasta Canarias cuando la cosa en la octava isla empezaba a pintar igual de mal que en la actualidad. Por detrás de Ana Josefina Delgado Verdi vino Antonio, su hermano, y la pequeña de la casa. «A Laura la mataron hace unos años»... [se hace el silencio]. Ella fue la que dio pie a una pregunta que no estaba en el guion. ¿La mataron? Su respuesta es abreviada, pero sin filtros: «Sí, en Las Verónicas... Llevaba una mala vida».

Su abuelo, el padre de Toribio, tenía camiones con los que hacía los remates en el monte [pequeñas parcelas asignadas a un pinochero para recoger pinocha, piñas y hasta el machuco] y uno de ellos acabó en manos de su progenitor. El primer hogar esperancero tras regresar de Caracas estaba en la zona de Las Rosas, pero en cuanto el negocio fue prosperando Toribio se autoconstruyó una casita en La Tirada (Las Rosas) en un terreno que le cedió su padre, José Aldón.

Los pinocheros saben mejor que nadie cómo rentabilizar una jornada de brega en el monte. Al igual que ocurre con la carne de cochino, se aprovecha casi todo a la hora de negociar. El padre de Ana, por ejemplo, vendía camiones cargados de pinocha a las plantaciones de plátanos del norte y sur de la Isla y remolques de machuco [brezal y otros arbustos reducido a trozos muy pequeños] para usarlo a modo de cama para el ganado. El estiércol generado en las cuadras también se aprovechaba en favor de la economía familiar. «¿Si la pinocha era rentable?», se autopregunta la hija de Toribio. «A mi padre le dio para mantener a la familia y fabricar», resuelve por la vía rápida.

Toribio Delgado y Ana Josefina en la finca de su casa de La Esperanza.

Toribio Delgado y Ana Josefina en la finca de su casa de La Esperanza. / Arturo Joménez

Quiso ser maestra

Ana sabe lo que es arrimar el hombro para sacar adelante a la casa desde que era una niña. «Nos llevaba con él al monte a cargar el camión de pinocha, pero en cuanto se despistaba hacíamos una montaña y nos deslizábamos por una pendiente. Era como subir al Teide en un día de nieve», recuerda sobre los juegos que hacía con sus hermanos. De lunes a viernes iba por la mañana al Colegio Público Leoncio Rodríguez de El Rosario y por las tardes a la pinocha. No era mala estudiante, pero en casa había que pencar. Así murieron todas sus esperanzas de estudiar Magisterio. «Un día el profesor de matemáticas fue a hablar con mi padre para convencerlo de que se me daban bien los estudios y, sobre todo, para que me dejara ser maestra, pero él estaba emperrado y no lo pudo sacar de ahí... No, no y no, le repitió cada vez que intentaba acercarse. Yo tenía que estar en el monte cogiendo pinocha y ayudando en casa. No hubo forma de que cediera», recuerda. «Mi tutor le dijo unas cuantas veces que con mis notas los estudios los pagaba con una beca, pero que va... Nadie pudo convencerlo de que mi sitio no estaba en la pinocha».

"Los estudios no se me daban mal, pero mi padre creía que para ayudar a la familia era más útil en el monte"

Ana Josefina Delgado Verdi

— Vecina de El Rosario

Con la opción de ser universitaria completamente descartada, la vida de Ana antes de casarse se desarrolló trabajando como refuerzo del personal doméstico en la casa de un expresidente del Cabildo y, más tarde, como dependienta en una tienda de Las Rosas. «Era de un primo de mi padre», precisa justo antes de comentar que cuando se casó su marido le dejó claro que su puesto laboral estaba en la casa. «No le gustaba que trabajara, que la faena la teníamos en el hogar», insiste sobre una relación de la que nacieron Ana Mirayma y Acisclo Kenitay. «Los dos han sido buenos niños –en la actualidad trabajan para una empresa cárnica domiciliada en ElRosario–, aunque él no me perdona el nombre que le puse [ríe]... Cada vez que vamos a una mesa electoral el presidente se monta unos líos con su nombre y él me dice que le hago pasar vergüenza, pero los dos son buenas personas». 

Se retiró de los montes

Ni Acisclo Kenitay ni Ana Mirayma continuaron con la tradición pinochera de su madre, abuelo y bisabuelo. También es verdad que Ana ya estaba retirada de la faena y había normalizado su vida en la casa que el Ayuntamiento de El Rosario le dio hace tres décadas cerca de la gasolinera que se localiza en uno de los accesos a la vía principal que llega a las casas consistoriales. Allí siguió cuidando vacas, cabras, patos, gallinas, cochinos, conejos... En una pequeña finquita plantó ajos, cebollas, cilantro, lechugas, melones, papas, perejil, sandías, tomates, zanahorias... «Yo no tenía que ir al supermercado; todo salía del huertito», expone una mujer que desde hace tres años recibe una paga por incapacidad permanente.

"Este oficio se ha perdido, la gente joven de hoy quiere trabajos menos sacrificados y mejor pagados"

Ana Josefina Delgado Verdi

— Vecina de El Rosario

Cuando su padre vendió el camión y se alejó de los remates del monte compró una licencia municipal de taxi y estuvo unos cuantos años llevando y trayendo a clientes antes de empezar a trabajar como parrillero en El Campestre, restaurante en el que su madre (Marta) era una de las cocineras. De sus nietos, los hijos de Ana Mirayma, dice que mientras ella se crió jugando a los boliches, el escondite o el trompo, ahora las nuevas generaciones se pasan horas en un sofá con la Play, el móvil o la tablet. «Las cosas han cambiado mucho. Antes podías estar en la calle con los vecinos hasta que se hacía de noche y hoy es más difícil si no estás vigilado». Otra de las cosas que ha desaparecido, según ella, son los recogedores de pinocha. 

Ana Josefina sostiene unas piñas entre sus manos.

Ana Josefina sostiene unas piñas entre sus manos. / Arturo Jiménez

«Algunas tardes me pongo los tenis y salgo a caminar al monte... Bueno lo de caminar es un decir porque parece que andas sobre una ola de pinocha. No me extraña que pasen cosas [incendios] porque ya no se va a pinochar; se busca unos trabajos más sencillos y mejor pagados», reconoce una venezolana de cuna que nunca pensó en la vuelta a casa: «Mis padres fueron dos veces, mi hermano otras dos y Laura tres, pero a mí me regalan el billete y no voy... Allí las cosas están muy complicadas, no vale la pena pasarlo mal». 

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