La vida de José Domingo Rodríguez Álvarez (Los Realejos, 1968) se puede definir con una sola palabra:superación. Nunca se ha rendido, pese al enorme revés que supuso perder la visión de forma progresiva. Empezó sin poder distinguir nada por la noche hasta llegar a la actual ceguera total. Su amigo Samuel García, a cuatro manos con José Antonio Amador, cuenta su historia vital con el atletismo como eje.
La de José Domingo Rodríguez Álvarez (Los Realejos, 1968), Mingo el fulla para todos –el apodo viene de familia «por mi padre»–, no ha sido una vida fácil. Si pudiera definirse con una sola palabra sería superación. En eso es un ejemplo como en la integración social, a través del deporte y en concreto del atletismo, quien ha tenido que superar el enorme revés de la ceguera total a la que llegó después de comenzar de joven con falta de visión nocturna. Desde niño, en su barrio de Palo Blanco, forjó una amistad indestructible con Miguel el chino. Tras un largo periodo de separación se convirtieron en pareja, atleta invidente y guía, en competiciones locales y nacionales. La historia la han contado sus amigos, Samuel García y José Antonio Amador, en un libro titulado Una carrera hacia lo desconocido.
Samuel es quien guía a Mingo durante la visita. Con el bastón por bandera sus ojos vivaces muestran precisamente eso: vida. Sin cortapisas, igual que la de cualquier otra persona, aunque tenga retinosis pigmentaria. No piensa en las limitaciones sino todo lo contrario. Mingo recuerda los inicios con Miguel «corriendo entre paisajes agrícolas en las faldas del Teide». Después de varias décadas, el deporte los volvió a unir para descubrir nuevas sensaciones y afrontar las miedos al juntarse en una la aventura. Mingo, desde la discapacidad, y Miguel como su guía, con las muñecas juntas, símbolo de esa unión sólida.
Mingo Rodríguez es el cuarto de cinco hermanos, dos varones y tres hembras. Una de estas, Rocío, es la única que tiene su enfermedad. Vivió en la casa familiar de Palo Blanco junto a sus padres, Pepe y Antonia, y era un niño absolutamente normal. A los 5 años comenzó a darse cuenta de que tenía un problema: no veía de noche. Recuerda que «nos mudamos de casa en el mismo pueblo, a 300 metros. Un día iba con un caldero de una a otra y me caí por un sendero porque no miraba al suelo. Fue la primera vez».
Sin embargo, llegó a jugar al fútbol hasta el Realejos B, aunque «si el partido era de noche me borraba. No quería decir nada para que no me discriminaran ni me rechazaran los otros chicos». También sacó el carnet de conducir. Adaptaba la retina a la luz y al lugar, y disimulaba. Hasta que pudo, claro porque el problema crecía en progresión aritmética. Trabajó en el cultivo de flores desde la autonomía de una pequeña empresa.
Mingo recorrió consultas de oftalmólogos en la Isla y la península, incluido el afamado Barraquer, hasta que en 1990 el doctor Wiliam –conocido en el norte– le diagnóstico la retinosis pingmentaria. La visión del ojo izquierdo la perdió con 40 años y la del derecho hace diez. Hoy tiene 55.
El gran cambio fue la llegada a su vida de Macarena, su mujer. Con ella tiene dos hijos, Sergio (23) y Carlos (16) que no han heredado su discapacidad visual.
Mingo cuenta que sufre el síndrome de Charles Bonet caracterizado por la aparición de alucinaciones visuales en pacientes sanos, sin deterioro cognitivo, aunque presentan un déficit visual significativo. Lo tiene claro: «No son alucinaciones sino algo con lo que convivo». Como buen realejero –considerado el pueblo más fiestero de España– «me encantan los fuegos artificiales y lo cierto es creo que algo veo cuando los lanzan en las fiestas». Desde los 13 años practica el atletismo y también en este ámbito recuerda sus renuncias: «Me perdí un clinic en el Teide, en 1984, al que vinieron atletas como Jordi Llopart o José Marín por ocultar mi problema».
Recuerda a su primer entrenador en el colegio, Eduardo Mendoza, «al que intentamos localizar para que participara en el libro pero no fue posible». También Miguel Díaz Álvarez Miguel el chino. compañero de fatigas. Sus destinos se separaron, «aunque vivamos a 400 metros» pero 32 años después, con motivo de una competición, la Chinajiga Trail, en Palo Blanco volvieron a encontrarse. Cuando ya Mingo era un atleta destacado –superó con el deporte en seis meses el exceso de peso, 74 kilos, y 370 de colesterol– se convirtió en su guía.
Volvieron a juntar sus manos, literal y figuradamente, entre 2015 y 2019 para correr decenas de carreras de montaña. Una lesión de tobillo en el Teide casi le obliga a dejarlo. Lo convencieron para seguir con sus rutinas de entrenamiento por el pueblo y en el pabellón Iván Ramallo. Mingo cuenta una anécdota: «·En los años 80 nos dimos cuenta de que algunos iban a los entrenos y a las carreras de atletismo femenino a ver a las chicas, pero no como atletas. Los hombres respondimos poniéndonos unos calzones rosa para que nos miraran a todos».
Mingo y Miguel, cerrajero de profesión, tienen una relación «profunda y especial», considera el primero. En 2019 Miguel dejó de ser el guía de Mingo –ahora lo es Fran, otro compañero– pero mantienen el contacto y la amistad no se resintió lo más mínimo. Ya estaba fundamentada desde que eran unos críos pero se consolidó durante cuatro años como pareja porque «formamos un buen equipo» recuerda. Con decepciones como la de Burgos en 2017 cuando solo unas décimas los separaron de ir al Campeonato de España. Pero cómo iba a rendirse quien ha superado tantas adversidades. Por no hablar de una faceta solidaria que le lleva a donar todo lo que pueda recaudar en actos benéficos que organiza a la Asociación de Distrofias Hereditarias de Retina de Canarias. | J.D.M.