Los incendios, como los temporales o las erupciones volcánicas, son catástrofes naturales que escapan al control humano, es decir, que no siempre pueden ser conjuradas por mucho despliegue humano o tecnológico que se realice. A lo largo de la historia de Canarias tenemos múltiples ejemplos de estos acontecimientos y de sus efectos negativos. Sin embargo, observamos que la población –en su conjunto– no está preparada para reaccionar ante los riesgos naturales que conlleva vivir en estas islas, y que –de forma generalizada– reacciona con alarma, cuando no histeria colectiva, frente a estos sucesos, quizá también porque no se nos ha educado para actuar con criterio y racionalidad ante los peligros que alberga nuestra propia geografía.

Operarios de la Brifor en el incendio de Arico. Andrés Gutiérrez

Las redes sociales no ayudan: sobredimensionan la voz de una pequeña parte de la sociedad y condicionan nuestra respuesta a un problema, llegando a complicar, incluso, la gestión de la crisis. La hemorragia de información, fotos, vídeos y comentarios, con y sin fundamento, saturan nuestra capacidad de entendimiento, por grande que sea. Y esa incapacidad de digerir tanta información genera una angustia y una tensión que no tiene escapatoria posible. Por tanto, llegamos a la conclusión de que si el incendio se extiende es porque alguien no está haciendo bien su trabajo, o no hay medios suficientes, o la culpa es de que se prohíbe recoger la pinocha, o que no hay hidroaviones para lanzar agua salada en los montes. En definitiva, tiene que haber una razón lógica para que el fuego siga ardiendo y no pueda ser apagado instantáneamente... En fin, éste no es el camino correcto para una sociedad avanzada, consciente de su patrimonio natural y de cómo debe ser gestionado en momentos críticos. Pero pedir serenidad en momentos de zozobra y tensión no es lo que se lleva en las redes, ni parece que esto vaya a mejorar.

A lo largo de mi vida profesional tuve la suerte de colaborar con el Servicio Forestal del Cabildo Insular de Tenerife durante más de 10 años, en los que fui testigo directo de como los técnicos especializados en la extinción del fuego desarrollaban su trabajo en las condiciones más adversas. Conozco a la mayoría de los ingenieros de montes y forestales de Tenerife que –a su vez– se responsabilizan de la vida de centenares de personas, altamente entrenadas y capacitadas para enfrentarse al fuego cara a cara. Los que toman las decisiones difíciles en un incendio son ellos, no los políticos que aparecen en las ruedas de prensa, que también tienen su papel. Si se equivocan, como pasó en el incendio de Guadalajara (2005), en el que murieron once personas del dispositivo, pueden acabar juzgados y condenados, con lo que ello conlleva. No es un trabajo fácil ni carente de riesgos, pero lo asumen vocacionalmente. Por ello, tienen mi confianza y máximo respeto, incluso mi admiración. Cuando peor esté el incendio, mis comentarios serán siempre del tipo «dejemos trabajar a los profesionales y no añadamos más tensión al problema».

Arico, aunque fue un gran incendio en términos superficiales (más de 3.000 hectáreas), estuvo lejos de ser una tormenta de fuego –por fortuna–, como los que cíclicamente experimentamos en las Islas. El incendio explosivo suele darse en los meses de verano y se produce en condiciones meteorológicas concretas (tiempo sur, preferentemente), tras meses de sequía. Lo reseco y caliente del combustible forestal, alimentado por el viento, convierten al incendio en explosivo. Los pinos estallan espontáneamente y el fuego alcanza una temperatura superior a los 1.000 grados centígrados. Se caracteriza porque el humo se convierte en negro, como si se quemara petróleo, y el suelo adquiere una tonalidad blanquecina que evidencia las temperaturas extremas padecidas. Los helicópteros lanzan el agua a 50 metros de altura y, antes de que toque el suelo, se ha evaporado. El incendio explosivo crea su propia meteorología, lanzando focos secundarios a kilómetros del frente de llamas. En ese momento se ha convertido en un incendio «fuera de capacidad de control», un huracán de fuego que no se puede apagar, como no se puede detener un volcán, un terremoto o un tsunami. Por poner un ejemplo: en el incendio explosivo de El Hierro de 2006, en seis horas se quemaron más de 1.000 hectáreas y fundió un helicóptero del Ministerio, sin víctimas. Hay que ponerse a salvo y esperar.

Esto no ocurrió la semana pasada en Arico, pero ha pasado en muchas ocasiones y volverá a pasar. Por citar algunas: en 2006, en El Hierro; en 2007, en Tenerife y en Gran Canaria; en 2009, en La Palma, y en 2012, en La Gomera; en 2016 –otra vez– en La Palma, donde falleció un agente forestal; un año después le vuelve a tocar a Gran Canaria y fallece otra persona; y, en 2019, el reciente incendio de Gran Canaria, del que aún tenemos recuerdo por su virulencia. En resumen, en el siglo XXI se han producido un total de 14 grandes incendios en Canarias, para totalizar más de 55.000 hectáreas quemadas.

Sin embargo, también hay que subrayar que lo más importante no es que se quemen los pinos, sino que no haya víctimas mortales. Ninguna vida vale 1.000 hectáreas de monte quemado. Me consta que este principio está en la cabeza de los técnicos y que cuando retiran a los efectivos de primera línea, lo hacen siguiendo el criterio de precaución y prudencia obligatoria, aunque eso signifique dejar arder el fuego hasta que se le acabe el combustible.

El cambio climático no es solo una amenaza, es la realidad en que vivimos, aceptémoslo. El aumento de las temperaturas y de los periodos de sequía en las Islas es un hecho estadístico incontestable. La Administración debe evaluar ampliar a la primavera el dispositivo anual contraincendios, en especial cuando se dan las condiciones meteorológicas apropiadas para la generación del fuego y reaccionar con agilidad y diligencia, algo bastante complicado en estos tiempos en la cosa pública. No es tanto tener más medios, sino tenerlos más tiempo activos.

A modo de conclusión, debemos ser conscientes de que en Canarias volveremos a tener incendios como el de Arico –o peores– y que no solo es importante afinar la prevención, los recursos y la coordinación de medios, sino que también tenemos que incidir en educar y concienciar a nuestra población sobre los riesgos naturales, y que no sean las redes sociales –sobre la marcha– las que lleven la voz cantante. Apelar a la responsabilidad individual y a nuestra capacidad de reflexionar y pensar con serenidad, incluso en una situación limite, cuando más falta hace.