En los dos artículos publicados con anterioridad nos remontábamos a la década de los años setenta del siglo anterior en la que se produjeron algunos fracasos en la

construcción de embalses en la isla de Tenerife –Los Campitos fue el de mayor relevancia– y el intento de la primera Corporación Insular democrática que tomó posesión en 1979 por dotar a la isla de unas necesarias infraestructuras para el almacenamiento de agua.

Si bien el “Estudio de Viabilidad (1980)” redactado a los efectos de llevar a cabo el “Plan de Balsas del Norte de Tenerife” definió debidamente la capacidad de regulación de cada una de las 5 zonas o comarcas de aquella franja de la isla, lo que tocó después fue localizar y situar los emplazamientos de los embalses en el territorio.

La carencia en aquellos momentos de una específica Instrucción oficial que, con el carácter de marco normativo, pudiera señalar las pautas a definir para llevar a cabo esta clase de obras hidráulicas así como la insuficiente documentación técnica relativa a las mismas propiciaron –o mejor exigieron– a aquellos técnicos un proceso autodidacta donde prevalecía el sentido común.

Como gran escaparate se mostraba el Levante español, en el que la gran expansión de la actividad agrícola que se produjo a partir de los años sesenta no fue ajena a este mismo problema; allí, con una orografía mucho más favorable que en las islas, explosionó la construcción de pequeños depósitos –balsas– para poder regular las ya escasas aguas destinadas al riego. La necesidad de dotar a estas balsas de un revestimiento impermeable, a la vez que resistente y económico, hizo converger las distintas soluciones aplicadas hacia el uso de láminas flexibles fabricadas a partir de materiales sintéticos que se conocen bajo el nombre genérico de “geomembranas”, constituidas por materiales –elastómeros, cauchos termoplásticos y termoplásticos– que con cierto orden cronológico en su aparición en el mercado se conocen con la denominación de: IIR (butilo), EPDM, CSM (hypalon), PVC, PE (polietileno), PP (polipropileno); estos entre los más destacados en la técnica de impermeabilización de embalses.

Máquina para soldar láminas de polietileno de alta densidad mediante la aplicación de calor y presión con avance automático [Foto 1998]. El Día

Materiales sintéticos que en el siglo pasado experimentaron un profundo desarrollo, ligado al de la química orgánica, en la que la búsqueda de las características adecuadas de resistencia y flexibilidad de las láminas de impermeabilización se daba de bruces con la necesaria perduración de las mismas en su exposición a la intemperie –en los períodos de estiaje del embalse– y también al del efecto de las propias aguas –en la época de almacenamiento–. Todo ello ha llevado consigo que la técnica de la formulación de radicales de grandes moléculas para estos materiales y sus aditivos constituya una sapiencia que se parece más a la alquimia y que cada fabricante ensaya y guarda con secreto. Nombres como el del ftalato de n‐decil‐n‐octilo resultan comunes cuando se habla de plastificantes del PVC‐P –policloruro de vinilo plastificado.

Habrá que agregar y comprender que, inicialmente –y por algún tiempo–, desde la “Dirección General de Aguas” del entonces Ministerio de Obras Públicas no se quisiera mirar hacia esta tecnología para su aplicación en las obras hidráulicas; ¡colocar más de una decena de toneladas de agua sobre un metro cuadrado de una lámina de un milímetro de espesor!, no fue plato de buen gusto para los técnicos del departamento de “Vigilancia de Presas”.

Bien era cierto que en las referidas experiencias iniciales se habían producido algunos fracasos debidos a la insuficiente tecnificación de los agentes responsables; las facilidades de ejecución que ofrecen este tipo de obras fueron las que provocaron la asunción de riesgos excesivos por parte de quienes habían acometido aquellas actuaciones con más ilusión que rigor, al margen de otros procedimientos más ortodoxos con intervención de personas o entidades cualificadas, tanto en su diseño como en su construcción.

En esta situación, desde la “Oficina Técnica” del Plan de Balsas se orientó la búsqueda de soluciones basadas en el uso de materiales de bajo costo en la composición de las estructuras hidráulicas destinadas a este fin. Los propios suelos o tierras fueron los que con mayor profusión y mejores resultados se han utilizado en la construcción de embalses de poca profundidad que aconsejaban las soluciones para el almacenamiento de aguas de riego. Junto a razones de índole económica existían otras que avalaban el éxito de esta tipología de depósitos, entre estas destaca la particularidad de la simplicidad tecnológica que, en principio, las caracteriza, junto a su flexibilidad para su adaptación a cualquier constitución morfológica del lugar de su emplazamiento.

Como fruto de la experiencia de todos aquellos profesionales e instituciones que intervinieron en el proceso de planificación, diseño, construcción y gestión de los programas públicos de embalses para riego en la Comunidad Autónoma de Canarias, que se desarrollaron a lo largo de la década de los ochenta, desde la “Dirección General de Estructuras Agrarias” del Gobierno de Canarias se promovió la publicación en el año de 1994 del Manual para el diseño, construcción y explotación de embalses impermeabilizados con geomembranas (E. Amigó‐E. Aguiar); texto que resultaba ser el primer documento en el país que trataba de forma exhaustiva el asunto y que continúa siendo un referente. Después de más de 25 años de su edición, el tercer capítulo de “explotación” puede ser ampliamente revisado, en especial, lo concerniente a los elementos sintéticos de la pantalla de impermeabilización, de su idoneidad estructural, de su duración y de su reposición.

El embalaje de la geomembrana en rollos de grandes dimensiones –más de 200 m2– permite la impermeabilización de grandes superficies en períodos cortos de tiempo. En el caso de la fotografía, la reimpermeabilización de la “Balsa de La Cruz Santa” se realizó en 3 fases en distintos años, eligiendo el otoño –por su menor demanda para riego y evitando las inclemencias del invierno– para desarrollar los trabajos, cuya duración no superaba los 45 días. Mientras se desarrollaba la reimpermeabilización de la franja superior, el embalse pudo almacenar agua en la franja inferior, sin interrupción del servicio de abastecimiento agrícola, disminuido en esa estación del año [Foto 2005].|