El primer regidor del municipio remodeló en fecha todavía reciente la comisión de gobierno, para darle mayor impulso y dinamismo –así lo justificó– a dos áreas de primer nivel en una política municipal eficiente, como son las de Obras e Infraestructuras y de Mercados, y lo hizo casi al tiempo en que el Cabildo de Tenerife respaldaba determinadas modificaciones necesarias para desatascar el irredento problema de la reconstrucción de la recova municipal, lo que bien merece un comentario.

El mercado lagunero de la Plaza del Adelantado era tradicionalmente el mejor altavoz mañanero del acontecer ciudadano. Como acaso en ningún otro lugar, en él se le tomaba el pulso diario a la población, su ritmo vital, su latido humano. Apeadero tradicional para la liturgia del primer café, los churros calentitos o el trago de ron o de anisados aromáticos para matar el frío del relente, en su ámbito confluían el rumor comenzando a extenderse por la ciudad rumorosa, la noticia todavía cociéndose, el comentario desenfadado, la pulla cordial, el decir ingenioso en medio del trajín incesante, los olores, colores y sabores de frutas y verduras frescas, pescados todavía exhalando aromas recientes de mares encrespados, carnes diversas del país y embutidos de elaboración artesanal, flores arracimadas como jardín efímero entre zureos de palomas y trinos de canarios enjaulados, las genuinas expresiones de la riqueza insular en quesos, mieles y salazones, tibios panes crujientes y tantísimo más. Presumía de ser en calidad el mejor mercado de Canarias. De ahí su importancia en una ciudad como la nuestra, de probada ejecutoria agrícola y ganadera.

Hasta el siglo XIX no tuvo San Cristóbal de La Laguna edificio de mercado. En 1547, medio siglo después de su fundación, el Concejo de la isla dispuso, y así se mantuvo por largo tiempo, que la venta de “frutas, y otras cosas menudas” se concentrara, “porque adorna más el pueblo”, en las tres plazas principales: la de San Miguel o de Abajo (hoy del Adelantado), la de Los Remedios (o de la Catedral) y la de la Pila Seca (actual de la Concepción), excepto el despacho de aves de caza, que, en cabildo de 21 de julio de 1499, ordenó se hiciera en la calle ahora dedicada al Deán Palahí, “ junto a la casa del señor Governador”, o sea, en el tramo actual del monasterio de las catalinas y la casa-palacio de Nava Grimón; de ahí su primitiva denominación. Las antiguas ordenanzas de Tenerife, recopiladas por Núñez de la Peña y publicadas por Peraza de Ayala en 1935, son pródigas en disposiciones del Concejo para garantizar el suministro del vecindario, fiscalizar la conservación de los alimentos, controlar precios, regular las importaciones y evitar fraudes y otras corruptelas.

En el último tercio del XVIII se quiso construir un mercado cubierto. El arquitecto y canónigo de la catedral de Las Palmas Diego Nicolás Eduardo (San Cristóbal de La Laguna, 1734 – Tacoronte, 1798) trazó los planos en 1788, que el Concejo aprobó el 27 de enero de 1789 (Cioranescu, Guía, 1965) pero todo quedó en eso. Hubo que esperar hasta 1839, cuando se acordó edificarlo en el solar del antiguo granero de la isla, junto a la ermita de san Miguel. El renombrado maestro de obras Pedro Pinto de la Coba diseñó los planos en 1840 y dirigió los trabajos, que finalizaron en 1843. Pero la noche del 18 de mayo de 1881, un incendio –presume Moure que en una taberna instalada en el propio edificio– lo redujo a escombros. Sin demora, se construyó otro de nueva planta en el mismo lugar, que proyectó y dirigió el asimismo acreditado maestro de obras Vicente Alonso de Armiño y Gutiérrez de Celis, ahora con el visto bueno de Manuel de Oráa y Arcocha, primer arquitecto que ejerció la profesión en Canarias con nombramiento real.

Este segundo Mercado se inauguró el día del santo arcángel mencionado de 1883. Lo configuraba básicamente un patio descubierto, pavimento de adoquines y losas chasneras y, en su derredor, puestos de venta dando a la galería perimetral que lo rodeaba, salvo por la fachada. Se accedía a él a través de tres puertas: la principal, de hierro forjado, sujeta a pilastras de piedra rematadas por robustas perinolas, y dos laterales, encastradas en marcos de cantería. Entre ellas, sendas rejas metálicas sobre muretes ligeramente retranqueados respecto a los cuerpos extremos, de mampostería y cantería del país, con ventana de dintel rebajado y alféizar saliente, rematados por frontón simple luciendo leve decoración vegetal.

En los exteriores y el patio de este Mercado se rodaron varias escenas del primer largometraje que se filmó en Canarias, El ladrón de los guantes blancos de García de Paredes/González Rivero, estrenado en el teatro Leal en 1926. Su estampa ha quedado grabada en la memoria de los más viejos del lugar, asociada desde la niñez a las diarias colas interminables que se formaban desde antes del amanecer en sus inmediaciones para hacerse con un par de kilos de papas, si había suerte y no se acababan antes o las requisaban, en el tiempo inmisericorde del racionamiento de la posguerra incivil. Gilberto Alemán, que lo había vivido también, lo recordó en varias ocasiones en su espacio periodístico El granero.

Con el transcurso del tiempo, la estructura de este mercado decimonónico se había ido deteriorando, distaba de las exigencias de una recova moderna y se había quedado pequeño para las necesidades de la población.

Entonces se pensó en construir uno nuevo, pero no en la conservación de al menos su singular frontispicio.