Cecilia Farráis Lorenzo, más conocida como Chila, dice que nació “prácticamente debajo de una parra”, en el seno de una familia con tradición vitivinícola en la que su madre, que enviudó joven, tuvo que hacerse cargo de seis hijas, una finca en El Ratiño, una modesta venta y unas cuantas barricas de vino. A sus 73 años, esta hija de las viñas, sigue acudiendo a la bodega y a las fincas cada día para colaborar en el mantenimiento de una saga en la que ejerce de matriarca desde 1977. Ha pasado de embotellar los humildes vinos El Ratiño, en 1981, a codearse con los mejores caldos del mundo, en Europa, Canadá o Estados Unidos, gracias al prestigio que se ha ganado a base de calidad su Bodega Tajinaste.

“En casa de mi madre, Candelaria, había una clásica bodega con los cascos de madera de castaño. Toda la vida vimos el mundo del vino y de todo tipo de agricultura. Mi madre siempre fue una luchadora y el porvenir que tenemos salió de ella porque mi padre murió joven. Ella luchó mucho para tener lo que tenemos y fue una maestra de verdad para cosas de casa, del campo o de los negocios. Veo ahora mi hijo y a mis nietos en la bodega y me siento satisfecha y tranquila. El ogullo de mi madre era que sus hijas prosperaran, así que si me viera ahora, sería la mujer más feliz del mundo”, asegura Chila.

“Tuve que dejar la escuela con 11 años. Como ya sabía leer y escribir, tocaba ayudar en la venta y en la finca. Me hubiese gustado llegar a las puertas de la universidad, pero eran otros tiempos. Así que todos los dones que tenemos se los debemos a mi madre, que se ganaba la vida vendiendo vino y chochos en la venta que montó para poder comprar la finca donde empezó todo. Ahí tenemos viñas de listán negro y listán blanco en cordón trenzado que tienen más de 100 años. Los troncos lo dicen”.

El momento que marcó un punto de inflexión en la trayectoria de Chila fue cuando heredó la bodega y las fincas de viñedos. “Mi marido era carpintero, un carpintero empedernido de La Orotava, pero nos entró el gusanillo y empezamos a meter vino en una botella, con la marca El Ratiño, que es como se llama la finca. Así, casi de broma, empezamos en los años 80 y cuando vino la Denominación de Origen, en 1992, nos aconsejaron meternos aún más en serio. Así nació Tajinaste, que fue un nombre que nos gustó mucho por tratarse de una flor única del Teide, que sabíamos que la gente recordaría fácilmente”.

“Íbamos a cursos de cata, escuchábamos charlas, así fuimos aprendiendo a controlar temperaturas, fermentación... Se nos hacía un mundo, pero siempre lo llevamos bien porque es algo que nos ha gustado a los dos. A mí es que me encanta. Yo estoy metida en la viña y en la bodega y me encuentro muy feliz y tranquila”, afirma.

Reconoce que nunca se imaginó que sus vinos alcanzarían el prestigio y la difusión que tienen en la actualidad: “Sólo pensé que podíamos crecer cuando mi hijo Agustín me dijo que quería estudiar enología. Vi los cielos abiertos. Con un enólogo sí se podía ir a más, comprar más uva y avanzar. Hemos crecido por mi hijo. Si no es por él, no estaríamos donde estamos”.

“Mi hijo Agustín es los pies y las manos de nosotros, él tiene una formación, ha estudiado mucho y ve el futuro siempre claro. Siempre encuentra el camino y la salida, incluso en momentos como el actual, con esto del coronavirus. Mi hija Rosi es profesora de inglés, pero también le tocará apechugar con esto cuando no estemos nosotros, ya que también le gusta la bodega y sabe trabajar”, señala con orgullo. El negocio familiar marcha bien y en armonía: “Mi marido, mi hijo y yo, en la bodega, estamos de acuerdo siempre con lo que vamos a hacer”.

El relevo generacional está garantizado. Aparte de su hijo Agustín, dos de sus nietos trabajan ya en la bodega: Daniel y Marta Saavedra García. Daniel, con 26 años, sigue los pasos de Agustín. “Me dijo que iba a estudiar educación física y yo le dije: ¿eso para qué? ¿quién va a atender esto cuando no estemos? Así que se fue a hacer enología como su tío. Marta, con 22 años, estudió Turismo y nos ayuda en la tienda con los idiomas, pero también ha venido a la finca a sembrar viñas, hacer cartuchos protectores o deshojar y atar viñas”. Las dos menores, Andrea y Carla, de 11 y 7 años, “también apuntan maneras, así que igual ellas son también el futuro”.

Con 73 años, Chila se resiste a jubilarse. Todos los días se acerca a la bodega por “si hay que arreglar papeles, embotellar o hacer cualquier cosa. Si me tengo que quedar toda la mañana, me quedo, si no, me voy a la finca a dar con mi marido y me pongo con las viñas o con las otras cosas que cultivamos... Mi gimnasia es coger una raspona, ponerme a arrancar hierbas o caminar de aquí pallá en la finca”.

El momento que más disfruta Chila es el de “ver las uvas sanas en las parras, porque ese es el fruto de la poda, el deshojado y todos los cuidados y trabajos realizados durante el año”. De Francia, Agustín trajo la idea de plantar rosales junto a las viñas porque estas plantas ayudan a detectar a tiempo la llegada de enfermedades como la ceniza. “Ahora tengo rosales en todas las orillas”, detalla.

A Chila le cuesta elegir su mejor vino entre los más de 15 que producen: “Quizás los reyes de la casa son el Can y el Vendimia Seleccionada tinto de listán 100%, aunque también el blanco malvasía-marmajuelo, el espumoso, el de forastera gomera... Yo no puedo hablar mal de mis vinos Tajinaste, a todos los he parido”.