El motor del norte de Tenerife se para. Pasear en estos días raros por el Puerto de la Cruz es tan ilegal como desolador. Solo se ven calles vacías y maletas de vuelta. La ciudadanía cumple a rajatabla las restricciones por el estado de alarma y los turistas se marchan y vacían, poco a poco, las 25.000 camas de los más de 300 establecimientos alojativos del municipio. La ciudad turística pierde su apellido y afronta un futuro plagado de incertidumbres para más de 6.000 empleos directos y para un pequeño municipio, de apenas 8 kilómetros cuadrados, que lleva décadas aportando dinamismo económico y puestos de trabajo a un norte que ahora se queda sin faro en mitad de la tormenta perfecta.

Será un parón temporal; los hoteles volverán a abrir más pronto que tarde, y los turistas regresarán sonrientes. Pero en estos días raros y tristes, los hoteles se preparan para echar el cierre y los visitantes, que vinieron huyendo del invierno europeo, regresan con caras largas. El optimismo es un bien escaso y necesario en un momento en el que el futuro más próximo parece muy negro. La lluvia que ayer mojó las calles portuenses agravó la melancolía de una ciudad que nunca imaginó que fuera posible cerrar, de golpe, todos sus hoteles, pensiones y apartamentos. Los hogares temporales de esos visitantes que alimentan al municipio y a las localidades vecinas.

"Todo saldrá bien"

Encerrados en casa, los portuenses se despiden de una parte de su paisaje desde el siglo XIX y afrontan, con temor, una realidad propia de las peores pesadillas. Con un Expediente de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) casi en cada familia, resulta fundamental poner el acento en la temporalidad de este mal sueño con nombre de virus. Dice el lema que "Todo saldrá bien" y a eso debe agarrarse una ciudad que ve desmoronarse su forma de vida.

EL DÍA recorrió el casco portuense, donde las directrices del Gobierno de España se cumplen con rigor tras un fin de semana con algunos excesos, sobre todo por parte de turistas despistados o inconscientes. Ahora apenas se ve gente en la calle y los pocos que se aventuran a salir lo hacen de camino al supermercado, el banco, la farmacia o el aeropuerto. El muelle viejo acoge, en la embarcación de la Virgen del Carmen que se celebra en julio, a más de 20.000 personas. Ayer no había nadie. Nadie en Playa Jardín. Nadie en el Lago Martiánez.

Esperas largas, carreras cortas

María del Mar, Moisés y Carlos son taxistas. Charlaban a más de un metro y medio de distancia en la parada de la plaza del Charco. Su sector sigue al pie del cañón, pero no hay clientes. Las esperas son largas y las carreras cortas. "Estamos aquí ocho horas y volvemos a casa con 20 o 25 euros como mucho. Y eso que apenas está trabajando el 25% de la flota. Y los hoteles están cerrando, así que la próxima semana será aún peor", explica Moisés.

Estos días los taxistas sueñan con una carrera al aeropuerto, pero lo más habitual son trayectos cortos para hacer la compra. "Hay momentos en los que esperas más de tres horas por un cliente y sales para hacer una carrera de tres euros y 15 céntimos. La situación es muy complicada", lamenta Carlos.

María del Mar asume la situación que le ha tocado vivir: "Estamos jodidos, porque no hay trabajo, pero vemos con satisfacción que la gente al menos está cumpliendo lo que se le pide. También entendemos que el servicio no se puede parar porque hay gente que nos necesita para ir a comprar o al médico. Por la noche es aún peor, te puedes volver a casa con 10 o 12 euros. La cosa está muy mal". Para Moisés, "lo peor es que esto se va a prolongar y tenemos que pagar autónomos, licencias, algunos deben el vehículo... No va a ser fácil".

Jorge trabaja en un negocio que vende prensa, chucherías, bebidas y tabaco. Su ubicación es privilegiada: justo enfrente de la playa del muelle. Está acostumbrado a atender a cientos de clientes y ahora se aburre, mirando al mar, con una mascarilla que le tapa buena parte del rostro. "Viene algún cliente que compra el periódico, algo de tabaco o una botella de agua, pero esto está muerto. Pasan menos de 20 personas en un turno de ocho horas".

María y Silvana trabajan en una óptica en la calle Santo Domingo. Desde el lunes, sólo han recibido la visita de los repartidores. Ni un cliente ha traspasado su puerta. "Recibimos los pedidos, pero clientes cero", lamentan. A su juicio, la solución pasaría, quizás, por dejar algunas pocas ópticas de guardia o colocar un cartel con un número de contacto para atender urgencias. Su despedida es también un deseo: "A ver si esto pasa".

En las farmacias

En las farmacias tampoco mejora demasiado el panorama. Algunas han colocado mamparas caseras de metacrilato, para proteger la salud de las trabajadoras, y pegatinas en el suelo para que se respete la distancia recomendada. Son de los pocos establecimientos que siguen abiertos, pero el negocio ha caído en picado: "La calle está muy vacía y las compras han disminuido mucho. Solo se despachan recetas", reconoce Patricia.

Algunas farmacias, como la de Patricia, ponen su granito de arena para evitar desplazamientos innecesarios: "Hemos detectado que hay personas que nos usan como excusa para darse el paseíto. Por eso estamos intentando dispensar toda la medicación que tienen disponible porque no se lo llevan todo para volver más tarde. Les estamos llamando al orden".

En la farmacia del paseo de San Telmo, notan muchísimo la caída del número de turistas: "Eran el 70% de nuestra clientela, y ahora sólo vienen algunos vecinos a buscar su medicación y poco más. En una tarde podemos recibir a diez o quince personas".

Un 'SOS' individual y colectivo

Dos socorristas miran el mar embravecido en San Telmo. Siguen en sus puestos, velando por la seguridad de nadie. En sus espaldas, un 'SOS' que podría ser, perfectamente, un clamor individual y colectivo. Muy cerca, en el restaurante Rancho Grande, sólo permanece abierta la sección de panadería. Sus dos trabajadoras se miran y reconocen que el negocio estaba "hoy peor que ayer" y esperan que "cada día sea más flojo que el anterior". Miles de personas solían transitar a diario por el paseo de San Telmo. Su expositor de panes y dulces había sido siempre un reclamo para los transeúntes. Pero ahora casi no pasa nadie. Un señor con un gorro mexicano rompe la monotonía, pero va camino del supermercado, donde las trabajadoras sufren por el riesgo de contagios, las estrictas medidas de higiene y el continuo ir y venir que suman la necesidad y las excusas para un paseo en tiempos de confinamiento.

Domingo es el director del hotel Catalonia Las Vegas, que ayer despedía a 100 de los últimos 130 clientes alojados en un establecimiento con capacidad para 500. En el hall, turistas y maletas de regreso, "pese a que algunos hubieran preferido quedarse aquí en cuarentena antes que regresar a sus países de origen". En una situación que invita al abatimiento, este director prefiere agarrarse al optimismo y al carácter pasajero de esta crisis: "Hay cosas mucho peores. Tenemos que mantener el entusiasmo y las ganas para que, cuando esto pase, que pasará en un tiempo relativamente breve, estemos todos enchufados para volver a sacarlo adelante. Aunque parezca que va a ser difícil volver a arrancar la maquinaria después de ponerla a cero, creo que cuando esto acabe habrá muchas ganas de recuperar la actividad y de volver a viajar".