Mientras la vida cotidiana discurría en las calles, las oficinas, los aeropuertos o los hoteles del Tenerife de los años setenta, él -ajeno al ruido de todo eso- miraba a través de su escafandra otra realidad bien distinta, sumergida y oculta a los demás, en lugares donde el tiempo solo se percibía cuando la marea removía el fondo, o por el sonido de las burbujas que escapaban hacia arriba. Su entorno natural era de un azul intenso y oscuro, a veces manchado por el cieno. Allí bajo el agua, frene a la costa de Santa Cruz, el esfuerzo físico y el riesgo no se alejaron mucho de él ni uno de sus días de trabajo.

Hoy, rozando los ochenta años, marcado por una larga vida en la mar -en realidad dentro de ella- y a pesar de estar aquí durante décadas, sigue con su inconfundible acento cerrado de gallego de El Ferrol. Ser buzo profesional le ha dejado una huella evidente, aunque al conversar no parece que considere su trabajo como algo que haya sido extraordinario.

Aún hoy, después de mucho tiempo jubilado, el buzo Juan Mauriz -para algunos en la Autoridad Portuaria, una leyenda- como si fuera un geógrafo, es capaz de dibujar de memoria un plano detallado del Puerto de Santa Cruz en la servilleta del bar donde quedamos. Se sabe a pie juntillas cada dársena, la orientación y medidas de cada escollera, de cada prisma colocado en muchos casos por él mismo.

Con el boli da forma a estos proyectos enormes, que los no iniciados vemos como si se hubieran creado solos, como si estuvieran allí desde siempre y no fueran responsabilidad de quienes los construyeron, no hace tanto, casi a pulso, en ocasiones dejándose la vida. Cuando los explica, sus ojos azules se iluminan aún más y hace que entiendas que, gracias al trabajo de tanta gente anónima como él, se han transformado de forma increíble los espacios, hasta ese punto de adaptarlos fielmente a nuestros deseos y necesidades.

"Al principio, los buzos eran sin escuela, se hacían a sí mismos", recuerda. Para mí fue la Armada, en los años sesenta, la que me formó tanto como buzo de casco como con equipo autónomo. Allí me entrenaron para utilizar explosivos o a hacer soldaduras de todo tipo. Esto me cualificó para la vida civil y ha sido mi trabajo siempre, menos ahora que he cambiado la escafandra por el sacho", cuenta como resumen de su vida.

Cuando llegó a Tenerife, se empleó en el Puerto. Participó de todo lo que se hizo hasta principios de 2000. Algo más de media docena de compañeros de oficio que trabajaban como buzos en los muelles compartieron la colocación de los 32.000 bloques flotantes de hormigón, o de las 160.000 toneladas de escombros vertidas para cimentar la construcción del Muelle Sur. Acondicionaron los fondos de las dársenas mediante dragas o voladuras y reconstruyeron los muelles después de los grandes temporales. Ocurrieron mil cosas en esos años.

Como es de esperar, los hombres y mujeres que sobreviven a la mar tienen historias que para los demás suenan a verdadera aventura, pero un retrato un poco apresurado como este sólo da para las que parece que mejor describen al personaje:

"Cuando se construyó el Parque Marítimo -recordó- se instalaron unas bombas para suministrar agua a la cascada, pero al arrancarlas no funcionaron, no subía el agua, aquello echaba humo y hubo que parar", recuerda. Juan había participado en la construcción de aquel sistema y se produjo una larga reunión de urgencia para intentar averiguar el porqué de la inauguración fallida.

"Ya de noche, sin decir nada, me bajé al mar con el equipo, una manguera de suministro de aire y me sumergí para entrar por el tubo que recogía el agua para la bomba. Tenía un metro de diámetro. Recorrí treinta metros hasta que descubrí el problema. En ese momento, se degolló la manguera del oxígeno y me vi dentro de allí sin suministro de aire. Me di la vuelta como pude y volví a recorrer los treinta metros para intentar salir y no ahogarme. Pensé que no iba a conseguirlo" dice. "Cuando llegué a la superficie perdí el conocimiento, pero logré recuperarme. Volví a la sala de bombas y le conté dónde estaba el fallo. Me había cansado de estar allí, en aquella reunión, y que no subiera el agua hasta la bomba".

Explosiones y coral

Voladuras para crear rellenos, supervisión de los depósitos de escombros, control de emisarios o reparaciones al límite, han sido otros de sus trabajos en las islas. En cierto lugar que no revelaremos, llegó a sufrir los efectos de una explosión bajo el agua: "Le dieron fuego a la dinamita a veinte metros de mí, me pilló la onda expansiva de lleno, ese día me dolía todo". Fue un accidente, esas cosas que pasan cuando alguien no hace todo a la perfección.

Pero quizás, más allá del trabajo del puerto, la necesidad de buscarse la vida siempre en el mar le llevó a la pesca de coral con licencia en Gerona, donde afirma que en dos ocasiones llegó a 90 metros "y no quise volver a hacerlo. Aunque hay luz, se siente nerviosismo, sólo ves a tres o cuatro metros, son todo sombras", aseguró. "Si tú supieras cómo es el sonido que tiene el aire cuando respiras? Dos y dos no son cuatro, haces una cuenta de sumar o de multiplicar y no te sale. Es la presión: diez kilos de presión por centímetro cuadrado. El traje de 8 milímetros se te queda con el grosor de una camisa"

"La profundidad tiene eso", dice. "En aquella época yo hacía las inmersiones con el anillo de casado. Pues, una vez, trabajando en la dársena de Los Llanos, moviendo piedras me encontré un anillo: ¡Anda, un anillo aquí! Me lo fui a poner en el dedo y resulta que era el mío, y no me había enterado de que se me había caído. Cuando bajaba mucho si abría la boca, la presión hacía que se me callera el puente que llevaba".

Juan Mauriz se ha recorrido las costas con su escafandra, sus botellas y mil historias a cuestas: algún hallazgo arqueológico de anclas romanas o joyas; perforar junto a cargas explosivas sin saberlo, o el ataque de un tiburón en Punta del Hidalgo se quedan en el tintero. Dice que trabajando en las turbinas de la nuclear Vandellós se le puso el pelo rubio "y no sé por qué fue. Yo no me acerqué al reactor", sonríe.

No cabe duda de que la suerte ha jugado un papel importante en su vida. No todo ha sido el conocimiento y la disciplina. Otros como él se quedaron por el camino, o discapacitados tras accidentes graves. "Ahora, con los materiales nuevos y la normativa de seguridad -reflexiona- ser buzo profesional es mucho más seguro. Antes trabajábamos siempre en el filo de la navaja. Cualquier movimiento era fatal y la gente moría. He sacado a compañeros -afirma- aplastados por desprendimientos. Si te toca, te tocó. Siempre tuve claro que con las profundidades que hacíamos podías no contarlo. Vivíamos al día. Nunca pensábamos en el día de mañana. Cuando bajabas, sabías que igual no salías".

Le pregunto por qué no cuenta todas esas experiencias y conocimientos para que las nuevas generaciones de buzos las aprovechen. Me dice que no, que no se considera un buen profesor, que es demasiado exigente. Me parece que se equivoca, que un buzo con esas vivencias debe trasmitirlas, y es una pena que otros no las aprovechen. Aunque fuera por escuchar las cosas que sólo él ha visto allí abajo, sumergido frente al muelle de Santa Cruz, merecería la pena.