Era una familia de influencers aparentemente feliz. Shanann Watts se dedicaba a fotografiar y grabar todos los momentos que vivía con su marido, Christopher, y sus dos hijas. Uno de sus vídeos más vistos fue en el que, con una camiseta que decía "lo hemos vuelto a hacer" y un test de embarazo, le comunicaba que iban a tener un tercer bebé. Parecían felices, era la familia perfecta americana: trabajadores, apasionados con sus hijos, felices con lo que tenían y buenos vecinos. Pero todo era fachada, porque Chris asesinó a toda su familia en el "probablemente más inhumano y cruel crimen que he visto de los miles de casos que han pasado por aquí", como declaró el juez que lo juzgó a cinco cadenas perpetuas.

Ahora, Netflix cuenta su historia en un documental de una hora y media que se ha posicionado en el top 10 de España desde su estreno. Es American Murder (en España, El caso Watts: El padre homicida), cuya historia intenta huir del típico amarillismo de los documentales de true crime: no hay narrador ni tampoco entrevistas morbosas con lágrimas y suspense. La línea argumental es a través de textos e imágenes reales, sacadas de los archivos policiales, cámaras y de sus cuentas, llenas del contenido que Shanann compartía.

El argumento es sencillo, empieza contando el caso: Shannan desaparece y una amiga alerta a su marido de que no está. Él se pone a buscarla y se muestra muy, muy afligido. Parece el perfecto marido porque no sabe dónde están sus seres queridos. En una investigación que apenas dura unos meses, se descubre la verdad: él tenía una amante y, cuando su mujer se hartó de sus mentiras para pedirle un divorcio, la mató, a ella, embarazada, y a sus dos hijas ya nacidas. Las hizo desaparecer en la refinería industrial donde trabajaba.

Pero el documental no solo se limita a describir un caso terrible que es, desgraciadamente, demasiado común. Por ejemplo, casos famosos como el de Scott Peterson, Josh Powell o Xavier Dupont (protagonista de un capítulo de Crímenes sin resolver, de Netflix) son exactamente iguales: hombre que se harta de su vida y asesina a toda su familia. Lo interesante de este caso y que el documental refleja muy bien son dos moralejas.

La primera, cómo interactuamos con las redes sociales. Como explica el periodista Noel Ceballos en la revista GQ, "estas imágenes caseras, compartidas con el supuesto objetivo de mostrarle al mundo su inmensa felicidad, acaban componiendo un mosaico performativo que las cámaras de videovigilancia y de la policía local complementan de forma espeluznante. Uno podría llegar a la conclusión de que toda familia que sonríe unida en redes sociales está, en realidad, al borde de la desintegración mental. El Caso Watts hace así de bien su trabajo".

Es decir, nos sirve para darnos cuenta de esto que tanto sabemos: las redes sociales son un espejo de una realidad idealizada. La imagen que se proyecta en redes como Instagram no existe de verdad, y deberíamos ser conscientes antes de compararnos. El caso Watts lo demuestra, pero en España, el caso de Goicoechea, que mientras fingían una vida feliz la influencer sufría violencia de género, también. La felicidad y perfección de las vidas que vemos en las redes es tan real como una película, e intentar vivir como esa mentira dañará nuestra salud mental, porque es, de nuevo, una mentira imposible de conseguir.

La segunda lección es el victim-blaming. Lo explica muy bien la periodista Aja Romano en el portal estadounidense Vox, afirmando que el documental, a través de todo el metraje que Shannan colgó en sus redes y que tenía guardado en su móvil (que usaba de diario personal), intenta demostrar que era una mujer fuerte, con ganas de vivir y que quería a sus hijas. Lo opuesto a lo que los medios presentaron: una mujer mala, controladora, que obligaba a todos a hacer lo que ella quería. Incluso los medios estadounidenses llegaron a decir que Shannan, una vez muerta, era una "bitch".

Se creó esta imagen por culpa de Chris que, después de denunciar su desaparición, salía a llorar a cámara fingiendo que era una secuestradora. Le pedía, con lágrimas en los ojos, que volviera porque echaba de menos a sus hijas. Según GQ, esos mensajes "no eran una farsa. Realmente quería que, de alguna manera, volviesen a la vida", sin embargo, para Romano, forma parte de la creación del relato de que él no era tan malo como ella, preparando el terreno para cuando lo pillasen, poder fingir que él era una víctima de las circunstancias y que la verdadera villana era la víctima.

Este comportamiento es de psicópata, como explican los expertos. Él era un narcisista y un ególatra que quería toda esa atención y, además, quería destruir la memoria de la víctima, su mujer. Una actitud muy Ted Bundy que, al igual que él, empezó a recibir cartas de fans en la cárcel que no se creían "ese complot" y que "lo querían a pesar de todo". Por eso mismo, es de justicia poética que la directora del documental apenas hable de Chris y se centre en Shannan. No está dándole ese protagonismo que él tanto ansiaba. Al revés, se lo da a Shannan para redimirla y que todo el mundo tenga claro quién fue el malo en esta historia.