Si aceptamos que estamos sumidos en una crisis de magnitudes inéditas, causada por la irresistible tendencia humana a vulnerar los límites de la naturaleza, en este panorama pandémico nos falta una de las voces mayores, la de Miguel Delibes. Nadie como él para mostrar ese mundo de vida, paisajes y ciclos que fue nuestro entorno primigenio. Un mundo que ahora nos resulta ajeno y cuyas leyes vulneramos con la prepotencia de la especie dominante, dudosa posición de la que nos derriba con facilidad un elemento invisible que escapa al control del gran depredador. Delibes cumpliría hoy cien años. Murió hace ya más de diez en el umbral de los noventa, dejando tras de sí siete tomos de una obra completa, coronada por El hereje, su novela definitiva, que además fue la última.

Nieto de un sobrino lejano del compositor Léo Delibes, el niño vallisoletano que ahora sería centenario estuvo moldeado por lo que identificaba como una "educación francesa": vida al aire libre, con todas la actividades que ello lleva aparejadas, desde la caza o la pesca hasta nadar o montar en bicicleta. Fue un cazador que escribía, según definición ajena que adoptó como suya. La caza, como el resto, era, reconocía, una excusa para respirar en la naturaleza, su fuente de "equilibrio vital". El mismo respirar sin restricciones que tan acuciante se ha vuelto ahora.

Salir al entorno natural requiere destrezas para confrontar con lo que está fuera del espacio acolchado y artificial en el que buscamos protegernos de la intemperie. La naturaleza es algo muy real, que se impone con facilidad a la elucubración humana, pero algo a la vez tan amplio y variado que todo intento de abarcarla requiere de palabras a medida. El lenguaje ajustado, de asombrosa riqueza, que domina la prosa de Delibes es el resultado de cruzar el habla de hondo arraigo del campesino castellano (el "lenguaje rural", que distingue del popular), conocido a través del trato frecuente, con la impronta del rigor terminológico y conceptual del manual de derecho mercantil con el que preparó las oposiciones a la Escuela de Comercio, de la que su padre era director. "La tendencia a la precisión que me despertó la lectura del Garrigues se agudizó al tratar yo a las gentes de Castilla. La propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circundan es inusual, infrecuente", reconocía en las conversaciones con César Antonio de los Ríos publicadas en 1993.

El periodismo redondeó al fino estilista con la ley imperiosa de contar más con menos. "Mi condición de novelista se apoya y sostiene en mi condición de reportero. El periodismo ha sido mi escuela de narrador", anota en el prólogo a unos estudios universitarios sobre su obra. Hay un trasiego continuo entre dos formas expresivas en apariencia distantes, que para Delibes son estadios o tiempos distintos de una misma labor. Trazaba una relación circular en la que "el periodismo es el borrador de la literatura" y "la literatura es periodismo sin horario de cierre".

Cuando la falsa apertura del franquismo aparenta aflojar el control sobre la prensa y su resistencia termina por abocarlo a la renuncia a la dirección del periódico de Valladolid, Delibes encontrará en la literatura una vía de escape. "En cierto modo, Las ratas y Viejas historias de Castilla la Vieja son la consecuencia inmediata de mi amordazamiento como periodista. Es decir, que cuando a mí no me dejan hablar en los periódicos, hablo en las novelas" (...) "Las ratas, sin ninguna duda, es un libro mucho más duro que los artículos que publicamos en El Norte de Castilla", manifiesta en las ya citadas conversaciones con De los Ríos. El autor de El disputado voto del señor Cayo conocía sobre el terreno la penuria y abandono del territorio interior cuatro décadas antes de que la España vacía ocupase la agenda nacional.

Delibes se embarra en la realidad sin que ese peso lastre su narrativa, que resiste muy bien el paso del tiempo. En eso consiste su magisterio, que despliega en la obra cumbre, El hereje. Con el relato del caso de Cipriano Salcedo se traslada al siglo XVI, al auto de fe de Valladolid de 1559, un contexto temporal inédito en sus novelas, muy apegadas al presente del autor, pero trasciende la etiqueta de literatura histórica. La narración va más allá de ese momento al dotar a los personajes de una carga que supera el tiempo y que sintetiza temas dominantes (el hombre frente al mundo, la conciencia personal, las derrotas vitales) en la obra delibeana. "El día en que una novela no me dé un personaje, un corazón humano con sus problemas, con sus ambiciones, pues dejará de interesarme la novela como tal, como un género sociológico que es lo que es para mí", confesaba en un A fondo con Joaquín Soler Serrano en la TVE de 1976. Y de la novela se estuvo despidiendo desde mucho antes de que llegara el final.

El hereje fue como un claro abierto entre el melancólico adiós al recibir el Cervantes en 1993, solo un amago de retirada, y la declaración abierta de su enfermedad, un cáncer detectado nada más terminar la novela y que por tres veces lo llevaría al quirófano. Un Delibes ya octogenario invirtió tres años de elaboración en su obra definitiva. La falta de conocimiento directo de una realidad en otras novelas muy próxima la suple con una investigación histórica rigurosa, un acopio de materiales que servirán de armadura interior al texto, sin que la historia documentada ahogue a sus personajes.

El centenario es una buena oportunidad para volver sobre cualquier obra de Delibes. En el caso de El hereje, los veinte años de la novela propiciaron una magnífica edición crítica a cargo de Mario Crespo López, que ahorra al lector los continuos viajes al diccionario para conocer el detalle de su riqueza. Jesús Marchamalo, comisario de la exposición dedicada al premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1982 (compartido con Torrente Ballester) en la Biblioteca Nacional, se ocupa de la edición de El libro de Miguel Delibes. Es una biografía, en primorosa edición, compuesta a partir de textos y manifestaciones del autor seleccionados por Amparo Medina-Bocos, especialista en su obra.