Susan Sontag fue una estrella intelectual en un momento en que esa categoría estaba copada por autores que utilizaban la testosterona como gasolina para su literatura, como Philip Roth y Norman Mailer. Sontag, la fuerte, la guerrera, no desentonó en esa liga. Aceptó su corona con autoridad y altanería y fue respetada con una mezcla de adoración e incomprensión por su brillante cerebro analítico. Un tipo de pensamiento el suyo poco norteamericano, más cercano a sus pares franceses Jean-Paul Sartre o Roland Barthes, que le llevaría a reflexionar en profundidad sobre algunos de los fenómenos culturales más sustanciales del siglo XX en ensayos fundamentales como Sobre la fotografía, La enfermedad y sus metáforas o Contra la interpretación.

Pero más allá de eso, y sorprendentemente, Sontag fue famosa y sin apenas proponérselo porque jamás acudió a un programa televisivo, aunque fuera una más de la bohemia dorada neoyorquina de los 60, la izquierda exquisita de Leonard Bernstein, Richad Avedon, Jacqueline Kennedy o Andy Warhol. Jamás se perdió una fiesta. Una pensadora amada por la cámara, cortada por el molde de las grandes divas de Hollywood como Joan Crawford o Bette Davis. Como ellas, también arrastró fama de intransigente y terrible si las circunstancias no se atenían a lo que ella esperaba. Jamás estuvo para tonterías o para tratar con indulgencia a quien, en su opinión, no se lo merecía. Y es que muchas veces, la granítica Sontag daba miedo.

El relato de los desplantes y la proverbial mala leche de la autora reaparece una y otra vez en Sontag. Vida y obra (Anagrama), biografía en la que el neoyorquino Benjamin Moser ha vertido buena parte de las contradicciones de la autora y por la que ganó el Pulitzer 2020 en esa categoría.

Y es que hablar mal de Sontag ha sido durante años el deporte favorito de los cócteles de Manhattan en los que "incluso las víctimas de su mal humor -cuenta Moser- estaban encantadas de haber sufrido un desaire suyo para poder contarlo a modo de chismorreo".

Tanto es así que buena parte del conocimiento que muchos tenían de Sontag se enfocaba más hacia su áspera personalidad que a su categoría intelectual. "Y es que descubrí que mucha gente era capaz de hablar de ella, con un conocimiento más bien superficial, pero pocos la habían leído".

Moser la sigue desde sus inicios, cuando era Sue Rosenblatt, una chica de Arizona, donde se crió, con grandes aspiraciones y que cambió su apellido a Sontag, el del segundo marido de su madre, porque sonaba menos extranjero, es decir, menos judío. Apenas tiene 18 años cuando se casa, a poco de conocerle, con Phillip Rieff, un profesor que le lleva 10 años y a quien acaba regalándole la autoría del primer ensayo firmado por este a condición de que no le quite la custodia del hijo de ambos, el hoy escritor David Rieff. Por entonces, la autora ya había descubierto su bisexualidad, con la especificación de que aunque tuvo relaciones con hombres, fue con las mujeres con las que mantuvo las convivencias más estables. El trabajo de Moser incide en una acusación que persigue a la autora desde siempre: el hecho de que siendo feminista y de que su relación con la fotógrafa Annie Leibovitz fuera conocida, ella jamás se destapó públicamente como lesbiana.

Moser no lo ha tenido fácil para abordar el relato la vida de la autora, porque durante su elaboración se encontró en medio de un fuego cruzado entre el hijo, David Rieff, y la amante, Leibovitz. La relación entre ambos explotó en pedazos por un asunto que a buen seguro a la propia Sontag le hubiera gustado examinar desde el punto de vista filosófico: ¿es lícito que Leibovitz fotografiase las últimas horas de la autora en su lecho de muerte e incluso después, cuando ya solo era un cadáver? Y aún más: ¿es lícito que esas imágenes formasen parte de una exposición pública?

La propuesta para esta biografía partió de Rieff, que dio acceso a Moser a la totalidad de los diarios y a toda la documentación personal de la autora. Y eso le cerró la puerta de acceso a Leibovitz durante cinco años. "Hasta que un día, Annie Leibovitz me hizo llamar y hablamos durante horas. Ella me transmitió una imagen sobre su relación que no se correspondía con la leyenda oficial, de discusiones dramáticas delante de todo el mundo, con una Sontag dominante y una Leibovitz sumisa". Sea como sea, a Rieff no le ha gustado nada el resultado, ya que este es un libro que se aleja de la hagiografía y explora todas las facetas: "Ha sido muy complejo porque la propia autora establecía una gran diferencia entre su vida privada y su vida pública, e incluso era capaz de dar varias versiones de una y de otra en distintos momentos".

Aunque Sontag había participado activamente en contra de la guerra de Vietnam, fue su activismo durante el sitio de Sarajevo, donde montó un mítico Esperando a Godot, lo que la hizo crecer como intelectual en los últimos años.

Para Moser, buena parte de lo que escribió en su momento, sus escritos sobre feminismo tan en el centro del discurso actual o el seminal La enfermedad y sus metáforas -que reescribió con la aparición del sida-, puede servir de faro en estos oscuros tiempos de pandemia.