La novela Panza de burro, el debut narrativo de Andrea Abreu (Icod de los Vinos, Tenerife, 1995), se lee como si los capítulos bailasen encima de un volcán en erupción, o un vulcán reventando, escribiría el alter ego de la autora, porque cada detonación lírico-salvaje con olor a molino de gofio procede del centro en ebullición que es ella misma. Su editora, Sabina Urraca, quien se estrena a su vez en el oficio al abrigo del proyecto Editora por un libro de la editorial Barrett, ya avanza en el prólogo que Panza de burro "podría haberse expresado a través de un grito en la playa".

"Reconozco que al principio pensé que sería una novela sencilla y hermosa, que abriría un hachazo en esa tela de invernadero que parecía ocultar un imaginario y un mundo que debían ser mostrados", explica en relación al exiguo conocimiento que prevalece en el exterior sobre las islas, y sobre la literatura que se escribe sobre y desde las islas. Sin embargo, en el transcurso de su escritura, Panza de burro "hizo trizas la rafia, y quedó a la vista una plantación intrincada, dolorosa, inmensa, nada sencilla", añade la editora.

Esta literatura torrencial de capítulos cortos como exabruptos está atravesada por temblores pero también envuelta en la niebla o brumasera, porque la acumulación de nubes grises a media altura que presta título al libro marca el estado de ánimo de sus protagonistas. En este sentido, la carga simbólica de la panza de burro describe el clima temperamental de dos preadolescentes en el umbral o verano de sus vidas, donde cada nuevo estímulo o descubrimiento es un latido del mundo que se abre y se extiende al otro lado de las montañas y la falta de sol.

Ese vértigo generacional desde el que escribe la narradora en primera persona se enraiza en las coordenadas del pueblo natal de la autora, radicado en lo alto de Icod de los Vinos, un zurcido de casas de colores en zizá en un barrio vertical sobre un monte vertical cubierto de nubes bajas, "tan vertical que parecía que los bemeuves metalizados se iban a caer patrás", y donde la última casa de la hilera desordenada de casas marca el límite del mundo.

Este viaje a la patria primigenia de la protagonista brinda una inmersión en la tradición y la tipicidad de una latitud concreta que, enhebrada con las ensoñaciones quiméricas de la primera adolescencia, remite en muchos casos a las expresiones, costumbres y poblaciones de tantos pueblos rurales que salpican el Archipiélago de punta a punta. Al igual que los códigos lingüísticos o representacionales que jalonan los paisajes literarios de Rulfo o García Márquez, las escenas de Panza de burro están aromatizadas con papas con costillas, piña y mojo -a veces, aguachento-, pisadas en el piche, la música de Pepe Benavente, abuelas bigotudas y muy religiosas que claman que "miniña tú tienes que ir a que te santigüen" o "esto es pa más lluvia", y nietas echaditas pa alante que juegan con la pinocha y con las barbis, pero que también paladean un fisquito café o anís porque saben que "la vida solo era una vez y había que probar un fisquito siempre que se pudiese".

Junto a este uso, visibilización e, incluso, experimentación desprejuiciada del habla canaria como mecanismo formal, Panza de burro se distingue también por una fusión indisoluble de forma y fondo, que fortalece la originalidad de una voz narrativa genuina ligada a un territorio concreto pero, sobre todo, a una mirada concreta: la de un despertar que, como un mirlo debajo de la tierra, explora la sexualidad femenina en la infancia y en la adolescencia, la simbiosis entre dos amigas unidas como "un pac de yogures de la venta" y una generación que, marcada por la precariedad y la brecha digital, comienza a asomarse y a relacionarse con el mundo a través de Internet.

Pero quizás la mayor virtud de Panza de burro radique en su polinización de géneros y lenguajes, que funde el habla tradicional canaria con una prosa fluida de terminaciones poéticas hasta conformar un fascinante conjunto polifónico, donde confluyen extractos de reggaeton con abstracciones paisajísticas de nubes y tierra mojada, y las ganas de estregarse a todas horas relatada desde el ansia, la ternura y la extrañeza. Como el personaje de Isora, tan sin miedo, Abreu crea su propio canon, que no remite al del habla canaria sino al kilómetro cero de un universo literario propio, en el que mirarse y abandonarse, como si este animal salvaje que es Panza de burro nos gritase que el lenguaje nunca debe limitarse a los confines de la isla mientras que, al mismo tiempo, nos invita a recorrer sus arterias de secretos y revelaciones, como si nos tomase de la mano y, al igual que su protagonista, nos susurrase al oído: "va, que yo siempre te acompaño".