El lector habrá escuchado en más de una ocasión este adagio, y es probable que pronunciado con cierta solemnidad en una conversación de trascendencia. La sentencia nos recuerda el carácter transitorio, cuando no efímero, de nuestra existencia, y nos muestra subliminalmente que de poco sirven las riquezas, la acumulación material, la posición social, las prisas y los excesos por llegar primero y más alto, porque a fin de cuentas la muerte, implacable, nos trata a todos por igual. En ocasiones se expresa como advertencia de que es mejor estar a bien con los seres que nos importan, hacer frente a las obligaciones impostergables, y estar siempre dispuestos como si fuera el último día para "saldarlas" porque nunca se sabe lo que el destino nos tiene guardado.

Pero, ¿por qué "hijos de la muerte"?, que es lo mismo que decir que "la muerte es nuestra madre". Lo que no deja de ser -al menos aparentemente- un contrasentido, pues el propio concepto de "madre" implica vida, concepción, nacimiento, capacidad creadora, protectora y afectiva. La 'madre' es un elemento vivificador. La dualidad "madre/hijo" se construye sobre conceptos complementarios, sin que podamos concebir la existencia del uno sin el otro, como mismo la muerte no puede ser entendida sin la vida. Esta asociación de ideas opuestas (vida/muerte) y su significado puede advertirse en los ritos iniciáticos de muerte y renacimiento de algunos pueblos indígenas primitivos que escenifican simbólicamente la vuelta al útero materno, alegoría del regreso a la Gran Madre telúrica (la Madre Tierra). Y esto mismo es lo que nos sugiere (o guarda ciertas resonancias) el adagio latino que a modo de memento figura inscrito desde antiguo en los frontispicios de los camposantos: pulvis es et pulverem reverteris (eres polvo y al polvo volverás; Génesis 3:18). "Estás hecho de tierra como Adán y en tierra te convertirás". Hay quienes han visto en ello las bases de la doctrina del judaísmo antiguo, fundamento de la concepción judeocristiana actual sobre la vida y la muerte. Esto es, la precariedad del ser humano en el mundo. La vida y todos los bienes que posee el hombre les son concedidos en préstamo (así lo expresa la literatura talmúdica) y como tal han de ser restituidos en el momento de partir. Todo, absolutamente todo pertenece al Creador del Universo, la tierra y todo lo que esta contiene.

Como tantas veces, las huellas de la etimología de los dichos pueden rastrearse en ese auténtico compendio de paremiología que es la Biblia. El fundamento "ideológico" del aforismo "todos somos hijos de la muerte" bien podría intuirse de este versículo del Sirácida (Ecleto 40:1): "Penoso destino se ha asignado a todo hombre, pesado yugo grava sobre los hijos de Adán, desde el día en que salen del seno materno, hasta el día de su regreso a la madre de todos".

"Todos somos hijos de la muerte" nos sugiere sin reservas que cada uno de nosotros es "candidato" a expirar en cualquier momento ( a fin de cuentas, como dice otro dicho isleño: "Para morirse no hace falta más que estar vivo"). Como si desde el mismo momento en que nacemos estuviéramos "sentenciados a la pena capital". Y en cierto modo, la muerte así "pensada" aparece como 'dadora de vida y devoradora de hombres', como 'dios creador y benefactor a la par de terrible y destructor', 'matrona y verdugo', 'principio y final'? "Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven al polvo" (nos vuelve a recordar uno de los libros sapienciales del A.T., Qohéleth 3: 19-20).

Pero al mismo tiempo, esta dualidad "vida/muerte" nos sugieren una visión de las doctrinas universales de la metempsicosis. Esto es, las doctrinas de la "reencarnación" y la "resurrección". La reencarnación como punto basal de las creencias brahmánicas y budistas considera -al igual que los pitagóricos- que la "conciencia/alma" emigra de un cuerpo a otro tras la muerte física. Mientras que la ortodoxia cristiana mantiene la creencia en una "resurrección", un solo universo y dos vidas, una terrena en nuestro cuerpo natural y otra futura y ultraterrena en el cuerpo de resurrección. Lo que implica una cadena de "renacimientos" tras las muertes sucesivas, ya sean mediante "reencarnación" o "resurrección" mistérica. Pero felizmente cuenta el isleño con no pocos recursos para sacudirse este aturdimiento luctuoso, con expresiones que se insertan a menudo en una conversación ordinaria, tales como: "el muerto al hoyo, y el vivo al bollo" o "muera gato, muera jarto", que representan otra visión bien distinta de la vida y de la muerte.