Me van a permitir cierto escepticismo ante los bondadosos mensajes que auguran que la experiencia que estamos viviendo de confinamiento, debido a la terrible pandemia provocada por el SARS-COV-2, nos dejará importantes lecciones. Bueno, dejarlas las dejará, pero me temo que serán poco atendidas: por desgracia, la historia nos ha enseñado que si en algo es especialista la humanidad es en tropezar con la misma piedra no una, sino incontables veces. Y con reiteración, alevosía y terquedad, oigan.

Llegado el momento de la desescalada, de ese concepto tan inquietante y orwelliano de la "Nueva Normalidad" lo que nos quedará saber no es si aprendemos algo, sino cómo se conjugará la nostalgia de antiguas y nuevas normalidades, cómo las rutinas de nuestro comportamiento serán capaces de hincar rodilla ante las exigencias de este dichoso bicho, deseoso de reclamar un (molesto) espacio en nuestra cotidianeidad. Cambios en los que, seguramente, estará presente la tecnología e internet.

Para desgracia de los tecnofóbos y convencidos de los males de 5G, han sido las nuevas tecnologías, los móviles y las ubicuas pantallas las que nos han permitido esquivar el desastre de la absoluta paralización y aislamiento, una vida virtual que, entre videoconferencia y teletrabajo, ha intentado construir un simulacro de realidad alternativa. Una realidad en la que la cultura se ha enfrentado al monstruo digital sin defensa posible, ante lo que consideraba una espada de Damocles dispuesta a cavar su tumba. Y que, sin embargo, ha proporcionado un sostén inesperado: la industria audiovisual ha encontrado en las plataformas digitales una salida para sus productos, las venta de libros en formato digital da un respiro a la venta e incluso las artes escénicas han encontrado espacio. Una solución que no esconde los peligros de la fagocitación despiadada por unas multinacionales que viven ya en otra dimensión paralela, ajena a las realidades de la cultura y que deja por el camino víctimas heridas de muerte como librerías, cines o publicaciones en papel, y en cuestión a autoría.

La cuestión es, lógicamente, si el público cambiará sus hábitos de consumo cultural o si volverá paulatinamente a una antigua normalidad escondida dentro de la nueva (aunque la pregunta es si será sostenible). El mundo del cómic está en esa tesitura, enfrentado a un mundo ignoto del que poco sabemos con armas muy débiles. Su indudable valentía creativa tiene cimientos industriales frágiles, hundidos en arenas movedizas, pero pese a todo ha sabido responder a las dificultades con sorprendentes propuestas de generosidad en el espacio virtual.

Aprovechen estos días de desescalada elucubrativa para hacerse con algunas de las iniciativas que se han dado desde el cómic, como las Lecturas a domicilio de las editorial Astiberri. Tres volúmenes de historias cortas (verde, morado y naranja) que componen un demostrativo mosaico de esa potencia creativa del cómic nacional. Historias cortas (y no tan cortas) de Brais Rodríguez, Pepo Pérez, Santiago García, Javier Olivares, Alfonso Zapico, José Domingo, Raquel Alzate, Luis Bustos, Laura Pérez, Blanca Vázquez, Carlos Spottorno y Guillermo Abril, Cristina Durán y Miguel Ángel Giner, Bartolomé Seguí, Mamen Moreu, Brecht Evens, Elisa Riera o Miguel B. Núñez, por solo citar algunos, que componen una lista inabarcable de autores y autoras, que recuperan aquí obras cortas que nunca antes habían sido recopiladas. Aparecidas en fanzines (como la brillante La gente del perro) o en prensa o redes sociales, con una distribución pequeña o mínima, sin la repercusión que merecían, encuentran en la publicación digital recopilatoria una segunda oportunidad que el lector agradecerá.

Lecturas a domicilio plantea una opción válida precisamente para poder dar visibilidad a esos trabajos, que podría perfectamente consolidarse como una antología digital por la que se debería pagar en este mundo futuro tan extraño de nuevas normalidades. Quién sabe.