Allá por los años 70, la escena del cómic europeo estaba en plena ebullición creativa. Con epicentros en Francia e Italia, el noveno arte había encontrado en las revistas un espacio de rápida evolución y experimentación de un cómic de autor que reivindicaba la madurez del medio con obras icónicas. En Italia, sin duda, esta revolución tuvo nombre propio: la revista Cannibale. Fundada por Stefano Tamburini y Massimo Mattioli en 1977, nacía con un espíritu contracultural y combativo que heredaba de la mítica publicación del mismo nombre que Francis Picabia editara en los años 20 (incluso continuó su numeración), pero impulsada por el humor más salvaje de Hara Kiri o Charlie Hebdo. En apenas nueve números de poner patas arriba toda la concepción del cómic, incluyendo el nacido de la reciente intelectualidad llegada al cómic desde el mayo del 68 francés a través de iniciativas como Linus, reconvirtiéndose en Frigidaire, donde se publicarían series míticas como Squeak the Mouse de Massimo Mattioli, que ahora recupera la editorial Fulgencio Pimentel en un cuidado integral.

Squeak the Mouse es un delirante homenaje a los dibujos animados clásicos de la Warner, a esa forma alocada de entender la animación que desarrollaron Tex Avery y Chuck Jones, pero pasada por una licuadora que une el humor bestia y sangriento de Reiser y Vuillemin con la rabiosa provocación del undeground. Mattioli toma el clásico enfrentamiento entre gato y ratón desde el canon básico y reconocible de Tom y Jerry, usando los mismo elementos y mecanismos clásicos del slapstick para reventarlos desde una perversión sencilla y eficaz: amplificarlos. Si los dibujos animados del Coyote y el Correcaminos respiraban una violencia de apariencia amable gracias a la inmortalidad que sus protagonistas disfrutaban sin perder una gota de sangre, en Squeak el autor aprieta el acelerador y sube el volumen hasta romper los tímpanos con una violencia salvaje que lo lleva al gore más visual y sanguinolento, sin perder tampoco la ocasión de una sexualidad explícita y pornográfica. Una salvajada que se convierte en una suerte de explotaition para poner en duda una cultura visual infantilizada y meter el dedo en la llaga de la corrección política desde la carcajada. Cuarenta años después de su primera publicación, no solo mantiene incólume su capacidad de provocación: es que la ha multiplicado en estos días donde el humor parece precisar de salvoconducto de buen comportamiento para su aprobación (ríanse ustedes de su versión descafeinada, el Rasca y Pica de Los Simpsons).

Afortunadamente, esa escuela del humor bête et méchant del Charlie Hebdo, de los Wolinski, Cabu y Gébé, sigue viva en jóvenes autores y autoras como Irene Márquez, habitual de las páginas de El Jueves que publica Esto no está bien (Autsaider cómics). Un libro objeto, en forma de caja de tesoros editada con pulcritud y delicadeza, que recopila al estilo de Chris Ware las tiras de la autora en diferentes formatos. La diferencia fundamental es que tras la primorosa edición, lo que nos espera son crochets directos al cerebro, sin aviso previo, sin anestesia. El humor de Márquez se mueve en un extraño escenario de surrealista cotidianidad reconocible, pero cargado con un humor negro feroz. Olvídense de los límites del humor: no existen, pero Márquez nos obliga a un cruel juego, a reírnos a carcajada pese a saber que nuestro cerebro nos dice "esto no está bien". Y de la irreverencia surge el mejor producto del humor: una reflexión. No sobre el chiste, sino sobre nuestra relación y pensamientos sobre lo caricaturizado. Como bien decía Darío Adanti, el problema del humor es que nos retrata, que saca nuestros miedos y nuestras vergüenzas, un reflejo de lo peor de nosotros mismos. Un exorcismo necesario.