Ocasionalmente la literatura viene avalada por un suceso histórico que desplaza su centro de gravedad más allá de lo puramente imaginativo. Un hecho que, como todo lo que estamos viviendo, ubica la escritura en la reconstrucción, el cuestionamiento o la revisión, tratando de esquivar así cualquier atisbo de desprendimiento. Para entender esto no hace falta ir lejos, ya la historia del siglo XX nutrió alguno de los ejercicios intelectuales más demoledores. La atmósfera bélica y las crisis económicas posteriores a la Gran Guerra marcaron el desarrollo de formas de pensamiento y de creación que trazaban una interpretación diferente de lo sucedido, a cada cual más extrema, como sucedió con el expresionismo y el vanguardismo. Dos tentativas que además venían prologadas por las propuestas de Freud y la filosofía de Nietzsche, como faros que conmocionaron a los artistas de la época.

La deshumanización de la II Guerra Mundial también fue caldo de cultivo para que el ser humano visitara sus instintos más profundos, para confrontarlo con las miserias escondidas dentro de nosotros. Un panorama desolador que auspició, o acaso sembró, la aparición del existencialismo, una nueva forma de reflexionar que situaba al ser humano como protagonista, no como simple espectador. "El problema considerado por el filósofo -señala Frederick Copleston- se presenta ante él como un problema que emerge de su existencia personal en cuanto ser humano individual que moldea libremente su destino, pero que busca esclarecimiento con el fin de moldearlo".

Del existencialismo emergió entonces la voz de la angustia, la náusea, la desazón o la neurosis que nos rodea. En plena posguerra, aprendimos a lidiar con el descrédito ante todo lo que éramos, incidiendo sobremanera en la inercia vital que experimentábamos como mecánica, la de una existencia que arrastra la pesadumbre cotidiana y el desgaste diario.

Para esta nueva forma de pensar la literatura ejerció de escaparate. La narrativa y el teatro, principalmente, abanderaron el pensamiento a través de conceptos simbólicos y de personajes arquetípicos que, irónicamente, obtuvieron mayor eco en la sociedad que el propio discurso filosófico, cuyo lenguaje se presentaba demasiado opaco para el lector común.

Jean-Paul Sartre y Albert Camus se convirtieron por derecho propio en las figuras más celebradas del movimiento existencialista, a pesar de que ambos terminaron enfrentados e incluso Camus llegó a renegar del término. Los dos esculpieron un decir expansivo asociado a un modo de pensar y de existir introspectivo. Construyeron una fórmula filosófico-literaria que logró asentarse en el imaginario contemporáneo, llegando a ser galardonados con el premio Nobel. Un galardón que Sartre rechazaría argumentando la influencia política en el mismo: "Todo esto es el mundo del dinero y las relaciones con el dinero son siempre falsas. ¿Por qué rechacé ese premio? Porque estimo que desde hace cierto tiempo tiene un color político"; y Camus aceptaría, aprovechando además el estrado de la Academia Sueca para visibilizar su compromiso social: "¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante? He sentido esa inquietud, y ese malestar".

En el confinamiento que gran parte de la población mundial está experimentando, que puede ser considerado como uno de los sucesos históricos más relevantes de los últimos años, sus obras han vuelto a la actualidad. Sus textos son de nuevo visitados, destacando por encima de todos la novela La peste (1947), de Camus, y la obra de teatro A puerta cerrada (1944), de Sartre.

En los primeros días, entre películas y series que discernían sobre el contagio, La peste dejó de ser una obra de escasas ventas para convertirse en best-seller, debido al parecido razonable del argumento de la epidemia mortal que asola la ciudad de Orán y nuestra situación actual. Bien es cierto que lo que resulta interesante en este texto es que Camus otorga a la enfermedad el protagonismo de la obra, más allá de los personajes principales, ya que se convierte en una atmósfera silenciosa que atraviesa la trama, a modo de sombra. Pero destacaría, principalmente, el eco filosófico que desprende, más allá de los efectos dramáticos del relato. Su valor no reside en explorar únicamente el rastro de la infección, ni en trazar las pautas de un posible desconfinamiento, sino en el hecho de que la enfermedad induce a los no contagiados a resolver una dicotomía existencial. Se ven obligados a elegir entre dos actitudes: el más puro egoísmo o la generosidad. Transita un dilema moral: "esa porquería de enfermedad? hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón". De este modo, la obra de Camus reta al enemigo externo pero en conflicto directo con el interno.

No obstante, nuestra propia experiencia enjaulada por el confinamiento deberíamos identificarla con la literatura del primer Sartre, quien evoca en el género teatral la mirada al otro y a sí mismo, desde la desesperada necesidad de liberarse. Considerada como una de las piezas fundamentales del teatro europeo del siglo XX, A puerta cerrada, cuyo título en francés es Huis Clos (1944), redacta un pensamiento confinado a través del encierro de tres desconocidos en una pequeña sala. Una propuesta que deja entrever el inicio del teatro del absurdo, que alcanzará las más altas cotas en la indudable maestría de Beckett y de Ionesco.

La escenografía se reduce a una habitación en la que tres personajes (realmente son cuatro, pero uno de ellos, el mayordomo, se ausenta), van dialogando sobre los motivos que los ha llevado hasta allí. La arquitectura minimalista, sin distracciones ni reflejos de cotidianidad, entrega al público una de las afirmaciones más descarnadas de la filosofía existencialista: "Nunca lo hubiera creído? ¿recuerdan?: el azufre, la hoguera, la parrilla? ¡Ah! Qué broma. No hay necesidad de parrillas; el infierno son los demás". Esto es, el infierno existe, y somos nosotros.

A través de un confesionalismo conversacional, acompasado con cierta retórica, los personajes reflexionan una y otra vez sobre las causas por las que han sido destinados a experimentar este infierno trivial, en un espacio limitado, y acompañados por desconocidos. La vida muestra entonces su perfil más macabro, un reverso que desemboca, paradójicamente, en la propia vida. Lo afirma Garcin, uno de los personajes: "Personalmente preferiría quedarme solo; tengo que poner mi vida en orden y necesito concentrarme. Pero estoy seguro de que podremos adaptarnos el uno al otro: no hablo, no me muevo y hago poco ruido. Sólo que, si puede permitirme un consejo, tendremos que mantener entre nosotros una extremada cortesía. Será nuestra mejor defensa".

Sartre y Camus nos asoman de este modo a un espejo en el que se conjuga todo lo que vivimos hoy, mientras todo lo que hemos sido hasta ahora, queda fuera. Experimentamos en su lectura un violento encontronazo que impulsa la redención, el cambio y el reenfoque. Un golpe seco que nos compromete a desplazar nuestra mirada anterior para adoptar una perspectiva panorámica y relacional, para cuestionar, y probablemente resignificar, lo que habíamos vivido y desaprovechado sin darnos cuenta.

A través del confinamiento, nos hemos convertido en protagonistas de un suceso que se grabará en la historia, aquélla que también se redacta en las casas y en los edificios que rodean las batallas, las plagas o las catástrofes. Asumimos, pues, el protagonismo de lo anecdótico, el perfil de un suceso que enmarcará las futuras decisiones y reflexiones dedicadas al siglo XXI; a los albores de una era que comienza interrogándonos y alojando un buen puñado de incertidumbres.

Obligados como estamos a un interrogatorio en forma de monólogo, desde la ubicación más familiar y doméstica, la crisis sanitaria nos deconstruye, nos cuestiona, y además nos empuja a conocer nuestros límites. Una forma de vivir que la literatura existencialista, y quizás también la de aquellos mitos erigidos a la resignación, de Tántalo, Sísifo o Prometeo, ha sabido enmarcar como ninguna.

Obviamente, ni el más reconocido pesimista puede dejar de visualizar que habrá un retroceso en la pandemia, al igual que ocurriera en Canarias con la del cólera morbo de la segunda mitad del siglo XIX. Una vuelta lenta a la normalidad: el tan deseado aplanamiento en la curva de contagios. Sin embargo, como señala Camus, no podemos volver exactamente al punto de inicio, no debemos olvidar que la "enfermedad no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormida en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles". Tal vez porque esa enfermedad, parafraseando a Sartre, seamos nosotros.