Tucídides, en La Guerra del Peloponeso, describe la peste que asoló Atenas el siglo V antes de Cristo: "no se recordaba que se hubiera producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas. Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez; al contrario, ellos mismos eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos. Elevaron, asimismo, súplicas en los templos, consultaron a los oráculos y recurrieron a otras prácticas semejantes; todo resultó inútil, y acabaron por renunciar a estos recursos vencidos por el mal".

La descripción de la peste es muy desagradable, probablemente por precisa: "Aquel año, como todo el mundo reconocía, se había visto particularmente libre de enfermedades en lo que a otras dolencias se refiere; pero si alguien había contraído ya alguna, en todos los casos fue a parar a ésta. En los demás casos, sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente, se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban enseguida inyectadas y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta? Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el contacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer. Y esto fue lo que en realidad hicieron, arrojándose a los pozos? si conseguían superar esta crisis, la enfermedad seguía su descenso hasta el vientre, donde se producía una fuerte ulceración? El mal, después de haberse instalado primero en la cabeza, comenzando por arriba recorría todo el cuerpo, y si uno sobrevivía a sus acometidas más duras, el ataque a las extremidades era la señal que dejaba: afectaba, en efecto, a los órganos genitales y a los extremos de las manos y de los pies; y muchos se salvaban con la pérdida de estas partes, y algunos incluso perdiendo los ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados".

Paramos aquí la descripción de Tucídides. La peste se extendía al cuidarse unos a otros, y los cuerpos moribundos yacían unos sobre otros. Esta tensión, atención, producía un efecto moral: "la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, de quienes antes no poseían nada y de repente se hacía con los bienes de aquéllos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que pasó a ser noble y útil". Fue entonces que los oráculos sobrevinieron para predecir la guerra: "Vendrá una guerra doria y con ella una peste. También acudió a la memoria de quienes lo conocían el oráculo dado a los lacedemonios cuando habían preguntado al dios si debían emprender la guerra y éste les había respondido que, si hacían la guerra con todas sus fuerzas, la victoria sería suya".

Llegó, pues, la guerra, junto y después de la peste. En medio de ella acusaban a Pericles de ser el responsable de que hubieran caído en aquellas desgracias, y Pericles los reunió y les discursó que "una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como Estado". Más tarde, en un segundo ataque de la peste, murió Pericles. Sic transit gloria mundi.

Para terminar, veamos un ejemplo del fin de un gobernante ante la indignación popular. El 21 de diciembre de 1989, Nicolae Ceaucescu se asomaba al balcón de su Palacio, en Bucarest. La multitud oía en la plaza, y muchos habían sido traídos a punta de pistola. A una población oprimida y hambrienta por aquel comunismo, le empezó a decir que iba a subir el salario. Comenzaron a levantarse, a abuchearle, y a irse, en medio de un ambiente en el que dos meses antes había caído el Muro de Berlín, y sabiéndose que Caucescu acumulaba una de las fortunas más grandes detrás del Telón de Acero, comunista y riquísimo. Días antes había Caucesacu intentado aplacar en Timisoara una gran manifestación en la que se disparó contra los civiles masacrándolos. Las revueltas se extendieron por todo el país, los combates guerracivilistas provocaron más de sesenta mil muertos. La guardia de corps de Caucescu le dijo que se ocultara y huyera, pero él respondió ordenando matar a todos los obreros insumisos y echarlos a fosas comunes. Todos se volvieron en su contra, y en un juicio sumarísimo se le condenó a ser fusilado junto a su mujer, apenas cuatro días después, el 25 de diciembre: los cadáveres de la pareja dirigente quedaron en el suelo, alrededor de un charco de sangre, con los ojos abiertos, y acribillados.

En tiempos de peste, y sobre todo los tiempos posteriores, en los que sobreviene polémou, los equilibrios de los gobernantes se mantienen con estados de excepción, pero, o se prolongan sine die, o los gobernantes, sean Pericles, sean Caucescu, o sean los que sean, acaban siempre igual, con el dies irae de un pueblo que les culpa, pues el oráculo no les ha dejado claro qué está pasando.