De entre la recurrente fraseología y metáforas que se inspiran en la muerte traemos a colación este dicho que afirma con predicción y certeza que "nadie se muere la víspera". Entierros y funerales son las ocasiones propicias donde se pronuncia, aunque su uso puede tener un sentido general.

Podemos citar también entre la categoría de frases solemnes propias de ocasiones fúnebres: el "no somos nadie" (ya comentado en estas páginas), una sentencia elemental que apela a la resignación ante lo infalible del destino. Ligado a esta, en ocasiones, y en relación a un acontecimiento que podría resultar inverosímil según el normal discurrir de las cosas, una vez acaecido el deceso, intuitivamente se concluye: "Estaba para él", lo que da a la expresión cierto aire de profético. Otros dichos con vocación de trascendencia son: "Para morirse no hace falta más que estar vivo" (que de manera simple viene a afirmar que el único requisito que hay para dejar la existencia terrena es el de mantener activas las constantes vitales, y por tanto a cualquier nos puede suceder); en tono mucho más grave se suele decir: "todos somos hijos de la muerte" (para advertir que nunca se sabe lo que el destino nos puede deparar en cualquier momento) o el dicho comentado: "nadie se muere la víspera".

Con aire más festivo podemos escuchar: "muera gato, muera jarto", "la viuda rica, con un ojo llora y con el otro repica", "el muerto al hoyo y el vivo al bollo" y un largo etcétera.

Entre estos dichos luctuosos podemos observar algunas características generales. Con frecuencia adoptan la forma de sentencia de formulación simple, en términos claros y directos; no obstante, casi todos ellos poseen -aún sin pretenderlo- cierto contenido "filosófico" de calado; se insertan en elocuciones propias de celebraciones fúnebres o mantienen un sentido predictivo amplio con valor de metáfora; se pronuncian en tono solemne y con cierta vocación de trascendencia entre los hablantes, lo que los hace merecedores de ser considerados máximas o principios inapelables; poseen cierto grado de perspicacia que lo abocan a desafiar o abordar el destino y la muerte, entre otros grandes temas del pensamiento humano; si bien, a veces, observan un aire festivo o pueden proferirse con sorna, según la ocasión y quien lo pronuncie.

"Nadie se muere la víspera" augura con predictibilidad lógica que nadie se va de este mundo hasta que no le llega su hora. Nos lleva al recurrente tema de la providencia, la muerte y el devenir del hombre. Si misterioso e insondable resulta el porvenir, existe la soterrada convicción o creencia, bastante arraigada en el inconsciente colectivo, que de un modo u otro es como si el destino del hombre estuviera ya escrito. Como si desde que nacemos tuviéramos ya incorporado un límite bien preciso a nuestra existencia. Como un presentimiento que nos aborda de que nuestra vida está planeada en una especie de calendario cósmico, desde el vientre hasta la tumba. Lo he escuchado en más de una ocasión en algún entierro o funeral como explicación necesaria a un evento acaecido en la vida del difunto en los días previos al óbito: "Nadie se muere la víspera?, sino el día que le toca", se suele añadir a veces como parte conclusiva de la máxima. Esta predicción formulada con carácter genérico afirma que el destino del hombre está en cierto modo predeterminado. Como si mismo estuviera escrito, aunque no se dice dónde, si en el firmamento, en los astros o en los propios "designios divinos" aunque nadie sepa bien lo que esto significa. Según esta lógica a la que el curso de los acontecimientos parece dar razón, si el destino existe y está determinado, entonces de poco o nada vale preocuparse por él. Procura cierto sosiego el saber que si bien, más tarde o más temprano, todos estamos abocados a un final, al menos, sabemos que "nadie se muere la víspera, sino el día que le toca". Y este consuelo -y creo que esta es la enseñanza última que transmite el dicho- ayuda a mitigar la angustia que provoca la incertidumbre del final de los días. Así que, "si todo tiene remedio menos las muerte" (porque "lo que está para uno, no hay dios que se lo quiete"), las actitudes que nos quedan son fundamentalmente dos: o amargarse por el resto de los días de existencia, pensando en una fecha futura y cierta pero desconocida, o exclamar aquello de: "muera gato, muera jarto" y vivir la vida "que, total, son dos días".