A la hora de dibujar la genealogía de Mircea Cartarescu, las fuentes de las que su literatura mana y las afinidades electivas que su prosa dibuja, la crítica ha mencionado a Kafka, Borges y Pynchon. Y sin embargo, para situar en su justa medida tanto la dimensión, es decir la ambición, como el propósito, es decir el objetivo, del proyecto narrativo del autor rumano, sospecho que a quien hay que acudir ineludiblemente es a Proust. El propio Cartarescu invita a profundizar en esta filiación al recordarnos, en todos sus textos, de forma mántrica, los dos principios que animan su concepción novelística. El primero es que el pasado lo es todo, mientras que el futuro no es nada; el segundo es que la palabra más enigmática e importante que existe en cualquier idioma es yo. Con estos principios encima de la mesa, la exhumación de lo vivido como fuente de conocimiento y la exhibición del yo como baricentro existencial, Cartarescu sitúa su obra sobre los raíles de la disciplina proustiana y concibe la literatura como un inmenso expediente memorialístico, que a la vez que aspira a recuperar el mundo propone su refundación constante e inagotable. Es cierto que ese soporte estructural, esa carretera de tránsito, que en el caso de Proust significa conducir el realismo hasta sus límites y, al tiempo que culmina la novela psicológica, dictar su defunción, en Cartarescu adopta una expresión más amplia, que penetra en el terreno de la especulación, de la alegoría y de lo fantástico, sirviéndose de un tercer mandamiento que completa los anteriores y reubica su obra en una dirección asombrosa y absorbente. Este tercer dogma vendría a sostener que existe un continuo realidad-alucinación-sueño en el que la vida humana se contiene y resuelve, y al cual la literatura no permanece ajena.

Este proyecto ha alcanzado hasta la fecha su máxima y seguramente insuperable plasmación en Solenoide, una obra pasmosa, sin duda uno de los títulos mayores de la literatura contemporánea, pero arranca de una propuesta previa, la trilogía Cegador, de modo que los lectores españoles estamos recorriendo la cosmogonía de Cartarescu al revés, desde la cumbre hasta la base, desde ese ápice alucinado en que Bucarest terminaba volando por los aires hasta los cimientos no menos audaces sobre los que se yergue el mastodóntico edificio de estas ficciones.

Redactada entre 1996 y 2007, la trilogía adopta la forma de una mariposa, desplegándose con la simétrica armonía de dicho animal, sugestivo donde los haya, pues si en plenitud, como imago, es una de las formas sacralizadas de la belleza, en su origen, como larva, comparte aspecto con algunos de los organismos menos atractivos que conocemos. Si en El ala izquierda, el primer volumen, Cartarescu indagó en el pasado de su madre para retratar la Rumanía de posguerra, el novelista revisita en El cuerpo la Bucarest de su infancia, a comienzos de los años 60 del siglo XX, a la vez que excede cualquier límite temporal y espacial para lanzarse a una indagación inclasificable en torno al poder demiúrgico de la escritura. No olvidemos que Cartarescu dio sus primeros pasos en la creación como poeta, y que en sus ficciones sobrevive una concepción de la novela como forma superior de la poesía, capaz de canibalizar cuanto existe, sometida a anamorfosis infinitas y destinada a lograr el misterio de la unidad primordial de los contrarios, un tema recurrente en el autor, empeñado a menudo en oposiciones bilógicas entre masculino-femenino, mental-físico o luz-oscuridad.

El cuerpo es tan inclasificable como El ala izquierda y apunta a lugares tan insólitos como los que cartografiará Solenoide. De hecho, resulta fascinante seguir a Cartarescu en la ruta de sus obsesiones, tanto las que podríamos denominar compartidas (la pasión desmesurada por la anatomía; la dialéctica entre lo subatómico y lo macrocósmico; el interés por los sistemas de pensamiento y conducta orientales) como las que, sin duda, se nos antojan absolutamente personales (la fascinación casi obscena por los insectos; la importancia de las casas como formas privilegiadas de la neuroarquitectura; la alucinada, bizarra, por momentos paródica fijación ¡¡¡por los dentistas!!!). Todas estas piezas, en apariencia inconexas, hallan acomodo en torno a la figura de ese yo citado, un yo que no es el Narrador casi inmaterial de Proust, sino un niño llamado Mircisor, un joven llamado Mircea, un escritor apellidado Cartarescu que en las distintas estancias de su periplo bucarestino redacta "este libro ilegible, este libro", fruto a cuya maduración asistimos desde el convencimiento, no exento de maravilla, de que la literatura, en la época de la desconfianza ante el poder de las ficciones, opera como un infatigable suministrador de realidades. Y así, al modo de una de las imágenes más queridas por Cartarescu, la de la araña como animal totémico, asesino, aterrador en su simbología, némesis y espejo invertido de la mariposa, la escritura se anuncia como ese hilo terco e indestructible que brota del abdomen del monstruo para retener en el perímetro de su tela todo lo que el hombre hace, todo lo que el hombre imagina y sueña.

Hay una escena en El cuerpo que resume el poder fabulador de la escritura de Cartarescu. En ella, una prostituta de Bucarest, de nombre Coca, se de tiene ante un edificio de la ciudad. Tras entrar en la casa, subir sus escaleras y llamar a una puerta, en el periplo que media entre el portal y el apartamento, Coca habrá viajado hasta Ámsterdam sin otro pasaporte que el de la literatura. La caverna mágica de la psique ha abolido la distancia entre experiencia y deseo, pasión y razón, metros y minutos. En ningún momento nos preguntamos cómo Coca ha viajado de Rumanía a los Países Bajos en un párrafo. Nos basta con saber que está ahí, dispuesta a introducirnos en un nuevo pliegue del laberinto que el maestro Cartarescu ha diseñado.

Bendita literatura, que a todo se atreve.