"He dicho frecuentemente que toda la desgracia de los hombres procede de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación". El clásico diagnóstico de Blas Pascal sobre el principal mal de la humanidad adquiere estos días rango de admonición, de reproche público, de norma obligada, que nos encara de manera ineludible con lo que somos de puertas adentro, pero también con lo que hemos construido de puertas afuera.

Pascal nos llega desde un tiempo en que el conocimiento conservaba la unidad del saber de la Grecia clásica, en el que un talento matemático y científico como el suyo se prolongaba de manera natural en la reflexión filosófica sin causar extrañeza. Desde esa perspectiva podía sostener dos cosas que hoy consideramos contradictorias, pero que en aquel momento no lo eran tanto. Pese a su afán científico, Pascal sostuvo tajante que "la historia de la Iglesia debe ser propiamente llamada la historia de la verdad", al tiempo que, adhiriéndose a la parte más formal de la ciencia, reprochaba a Montaigne "la falta de un recto método". Con el agravante de que aquel cuyo mérito impagable fue alumbrar un nuevo género literario eludía ese proceder sistemático "saltando de asunto en asunto" y con el "buen estilo" como única preocupación. Si el autor de los Ensayos hubiera conocido esos reproches, le daría la razón a Pascal, primero por no discutir y segundo porque era consciente de que en eso que le afeaba como limitaciones residía la esencia de su escritura. Montaigne es una exaltación de la individualidad, alguien que reflexiona desde sí mismo y sin necesidad de ponerse de continuo a cubierto bajo el designio de lo divino y su prolongación terrenal en lo eclesiástico. Para quedarse en casa, sin duda, antes Montaigne que Pascal, a quien no hay que deseñar. Las obras de ambos están ampliamente difundidas en internet y sólo conviene asegurarse de que la traducción es buena; si la versión viene acompañada de una introducción, tanto mejor.

La recomendación de "tomárselo con filosofía" es siempre una invitación a encajar lo que nos acontece con serenidad y sosiego, muy recomendable en una coyuntura dominada por la incertidumbre, con una sociedad desbordada por un mal descontrolado que arruina la confianza en sí misma y en todo aquello que, en apariencia, nos protegía ante las amenazas del mundo. Pese a su potencial para acabar con cualquier certeza, la filosofía puede aparecer en estas circunstancias como un recurso consolador. La terapia filosófica basada en los clásicos rivaliza desde hace años con toda esa fauna de charlatanes dispuestos a salvarnos la vida con consejos tan banales como inútiles. Hace ya más de veinte años que Lou Marinoff convirtió en bestseller la filosofía clásica con su Más Platón y menos prozac. En esa larga estela llega ahora Cómo ser epicúreo (Una filosofía para la vida moderna), de Catherine Wilson, profesora de la Universidad de York y reputada experta en el pensamiento epicúreo.

"Vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre", reza uno de los fragmentos que nos ha llegado de Epicuro. El libro de Wilson cumple con esa exigencia, o al menos lo intenta, al poner en la perspectiva de esa filosofía problemas y situaciones actuales. Estamos ante una obra sólida, que busca salvar la distancia entre la abstracción de la filosofía académica y la vacuidad de las recomendaciones revisteriles. Aun viviendo en Atenas, Epicuro es un filósofo distante de la polis, arrumbada en lo social y en lo político por la expansión griega a impulso de Alejandro, cuyos logros en su ambición de imerial marcaban la dimensión de aquel mundo. El pensar que se ejercitaba en el jardín epicúreo tenía una perspectiva individual, su escala era el propio cuerpo. Wilson corrige la errónea reducción de lo epicúreo a un hedonismo de placer continuo y lo presenta como una filosofía que marca nuestras propias fronteras. "Reconciliándonos con los límites naturales y tomando los límites morales en serio podemos ahorrarnos miedo, ansiedad y sufrimiento", concluye. Justo lo que conviene en estos tiempos.

Aunque ahora estemos a merced de un auténtico virus, su capacidad de mutación, de propagación y su comportamiento impredecible han servido con frecuencia, en los años transcurridos desde la crisis anterior, como metáfora del capitalismo. Contra los zombis (Economía, política y la lucha por un futuro mejor), de Paul Krugman, sirve de magnífico hilo conductor de esa evolución. Krugman cuenta lo que sabe con una claridad que brota del esfuerzo de traducir a un lenguaje inteligible esa "ciencia lúgubre" que es la economía. El título hace referencia a las ideas que de forma reiterada se han mostrado fallidas, pero cuya refutación práctica no constituye un obstáculo para que persistan en el discurso político, y también en el técnico, como auténticos muertos vivientes. El zombi por excelencia es para Krugman "la doctrina que promulga que las reducciones de impuestos a los ricos son el secreto de la prosperidad".

Otra mutación anterior a los virus de expansión global proviene de un cruce de política y economía, la simbiosis entre la parte más acerada del comunismo con la más cruda del capitalismo, para alumbrar el régimen acorazado de la nueva China. En Sombras chinescas, Simon Leys nos remite a una China en apariencia remota, pero que está en el sustrato profundo de la actual. Leys recopila las notas de una estancia prolongada en el país asiático en 1972, en plena Revolución Cultural de Mao. El autor intenta ir más allá de la visión propagandística que los escasos visitantes extranjeros de aquella época acaban por transmitir tras sus recorridos rápidos y bien controlados. La capacidad de observación y la magnífica prosa de Leys —cualquiera de sus libros es muy recomendable para el confinamiento— muestra un país atrapado en un "clima de encierro y un tanto mórbido". Como ahora en casa.