Hace muchos años, a mediados del siglo pasado, cuando yo rebuscaba el libro más antiguo en la biblioteca paterna, encontré uno para la cura del tabardillo y la modorra. Me sonaban palabras extrañas y en desuso, pero mi padre, nacido en la primera mitad del siglo, y heredando el saber histórico de sus abuelos del interior rústico de una de las viejas y desérticas islas, castigadas por las pestes, me explicaba la fatalidad de las fiebres y las modorras, en formas de epidemia, que se añadían a la dificultad de disponer de agua y víveres. Todo esto me lo decía siempre que pasábamos por la plaza de Cairasco, en Las Palmas de Gran Canaria, regresando desde las librerías Hispania y Selecciones, después de atravesar el Puente de Piedra, y llegados allí, señalaba para la Iglesia de San Francisco como el lugar desde el que el cura en el púlpito había hecho lo imposible para exponer comportamientos, divinos y humanos, que evitaran la epidemia.

En efecto, las pestes de aquellos siglos, XVII y posteriores, eran diezmosas, pues se apoyaban en poblaciones humanas en crecimiento que, empezando a extenderse navegando por el mundo, se convertían en el vehículo y el aposento perfecto para los parásitos invisibles que asesinaban a sus portadores y a las nuevas ricas etnias sobre las que los microbios invisibles provocaban inefables conquistas de cuerpos hasta matarlos. En un trabajo, sobre las fuentes de los archivos de la Inquisición, de los historiadores Luis Alberto Anaya y Aurora Arroyo, nos sorprende, por ejemplo, cómo la epidemia llegaba a Garachico en 1601 a través de barcos con apestados, y duraba hasta 1606 ¡más de un lustro! acabando con la mitad de las poblaciones afectadas.

El origen de la expansión de los microbios, bacterias o virus, era siempre la venida de barcos extranjeros. Hablamos de 500.000 a 600.000 muertos en la península Ibérica, lo que significaba el diez por cien de la población total, estando la mortandad entre los contagiados en porcentajes cercanos al 50 por cien. La epidemia de 1601, en Las Palmas, llegó en julio y duró hasta el otoño, pero volvió en noviembre y duró hasta julio del año siguiente, 1602, para, de nuevo, recidivar en febrero de 1603, penetrando Telde, Guía, Gáldar y en septiembre ya en la capital, hasta 1604.

En Tenerife se inició la peste en Garachico y se extendió a Icod y a Puerto de La Cruz durante un año, volvió a mediados de 1603, con otra recidiva hasta 1606, año de su desaparición. Había un par de médicos en cada isla, y algunos morían dejando a la población sin atención sanitaria, la cual suplían muchas veces los supervivientes. Los apestados que sobrevivían eran obligados a llevar una vara blanca en señal de aviso. Se cerraban los caminos. En La Laguna, por ejemplo, se colocaron tres horcas en su perímetro, para avisar que no hubiera trasiegos peligrosos de súbditos que pudieran expandir el contagio, y en Garachico el alcalde ordenaba para quien quebrantara las medidas multas de 200 ducados y seis años de destierro que, en caso de pobreza, se sustituiría por 200 azotes y seis años de galeras. A los barcos sospechosos se les aplicaba el degredo, una especie de ostracismo, cuarentena o reclusión, con obligación de quema de ropas, y si se desobedecía, se llegaría a utilizar la artillería. La influencia en el comercio y la economía se advierte en que, entre 1601 y 1605, los años de la peste, zarparon a las Indias 26 navíos, y en los cinco años siguientes a 1606, los años en los que la peste había desaparecido, ya eran 88 los navíos, tres veces más, lo que implicaba que la economía bajó a un tercio de su capacidad.

Otro de los efectos era la supresión de la mancebía, la práctica de uso de las rameras, ya recomendadas por Santo Tomás de Aquino y San Vicente Ferrer, pues en su carencia "el mundo se henchirá de sodomía" (Santo Tomás de Aquino dixit), ya que "faltando lupanares no estarán a salvo casadas, ni doncellas, como enseña San Agustín" (San Vicente Ferrer dixit).

Paramos aquí. Lo que podemos establecer es la increíble diferencia para con las epidemias en nuestra contemporaneidad: la mortandad es ahora ínfima, en números relativos y en duración de la plaga, aunque los números absolutos, debido a que somos 7.700 millones de humanos sobre el planeta, puedan llegar a los nueve ceros, pero mucho menos de los casi 1.000 millones de personas a los que llamaría la parca si el porcentaje fuera el 11 por cien de las plagas tardomedievales o decimonónicas. Se establecen órdenes perimetrales sanitarias, pero no son tan aniquiladoras como las horcas puestas en las puertas de La Laguna.

A los actuales degredados se les practican análisis y sus cuarentenas no pasan de una quincena de días. Habrá estados de excepción, cierres aéreos, marítimos, comerciales, industriales... como unas vacaciones largas con funebria, pero pasará la histeria colectiva en unas semanas. Eso sí, si la influencia en la economía fuera como en las antiguas pestes, de dos tercios, y durante cinco años, sí se sufrirá un daño infinitamente mayor, en desorden, caos y hambrunas, para la población humana, que está acostumbrada a disfrutar de bienes, agua, luz, combustibles, servicios de viajes y movilidad, casi infinitas. Esa será la incógnita cuando ya no esté la peste. El coronavirus, uno más de los visitantes en estos aciagos años del siglo XXI, es aleccionador. Equivale a lo que exclama, en la ceremonia de coronación de los nuevos papas, un monje que se le acerca con unas ramas de lino ardiendo y proclama: " Sancte Pater, sic transit gloria mundi", para que no olvide que es un mortal. Pero mientras estamos vivos, todo es posible, incluso renacer con nuevas y mejores ideas, igual que se hizo en el pasado.