Mientras Canarias ardía envuelta en arena del desierto apenas hace dos semanas, y la naturaleza nos recordaba poco amablemente que nuestra naturaleza es africana aunque nuestra cultura y política sean europeas, y entretanto el siroco y el polvo en suspensión, junto a los vientos rigurosos y secos del desierto, huracanados a rachas, desollaban los cuerpos, las casas, los campos, en realidad ya casi un todo, pues todo es ya urbano, y creaban aterradores incendios en Tenerife y Gran Canaria que llenaban de cenizas los cielos de Canarias y nos helaban el corazón a pesar del calor abrasador, tuve la suerte de ver de lejos estos fenómenos de la naturaleza y visitar Lisboa, con otros ojos en esta ocasión.

He visitado muchas veces esa ciudad, atlántica como las nuestras, pero esta vez, con las terribles noticias que nos llegaban a borbotones desde el Archipiélago, la mirada era diferente, y entonces los incendios de las islas me hicieron rememorar el incendio de Lisboa de 1988, y mientras recorríamos Chiado, hoy una de las zonas de moda de la ciudad, repleta de espacios del mejor diseño y llena de vida, donde el recuerdo de los escritores Camoes y Pessoa sigue presente, como en medio de una melancólica serenidad, en la esencia de la ciudad, y el pequeño tranvía no deja de surcar las cuestas, llenas de curvas y esquinas llenas de encanto, reflexioné sobre el mito del ave fénix. Una leyenda que viene de Libia y Etiopía donde su nombre significaba rojo, luego los griegos lo bautizaron Phoenicoperus, y así recorrió la Europa romana. Luego, para la tradición cristiana primitiva, el fénix vivía en el Jardín del Edén. Se cuenta que cuando Adán y Eva fueron expulsados, el ángel que los desterró despidió una chispa de su espalda que encendió el nido del ave, haciéndolo arder hasta consumirse, pero al ser el único ser que se había negado a probar la fruta prohibida, le fue concedida la inmortalidad a través de la capacidad de renacer de sus cenizas.

Aquel bello animal volaba, según cuenta la leyenda, hacía el altar del Heliópolis cada quinientos años, donde se incendiaba con el fuego y renacía al día siguiente. Simbolizaba los acontecimientos inexplicables de la naturaleza, las crecidas del Nilo, las tormentas de arena, las lluvias torrenciales, y también la resurrección, y el Sol, que muere y renace todos los días.

Hoy ese mito recorre las calles de Lisboa, que cayó presa de las llamas hace ya casi 32 años cuando el centro de la ciudad ardió por los cuatro costados. Hoy, las resilientes calles, famosas algunas, como Rua do Ouro, Rua do Carmo, Rua Garrett, Rua Sacramento, Rua Ivens, o Rua Nova do Almada, están llenas de sistemas antiincendios y no es raro ver camiones de bomberos simplemente aparcados, vigilantes y cercanos a las zonas históricas mas vulnerables. Y es que el Ayuntamiento de Lisboa aprendió la lección. No solo reaccionó de forma veloz y adecuada ante un suceso de tales dimensiones sino que encomendó la reinvención del Chiado al mejor arquitecto del país, a Alvaro Siza Vieira, que logró su obra cumbre y este plan de recuperación de Lisboa, tan anónimo, tan de todos, tan poco Siza en arquitectura pero tan de Siza en su forma de entender la ciudad y hacerla resiliente sin perder un ápice de su identidad, fue determinante para que le concedieran el Premio Pritzker cuatro años después, en 1992, y de esa recuperación de Lisboa nació también parte de su prestigio internacional.

Los vientos del desierto retornarán a Canarias una y otra vez, como ha sucedido siempre, y nuestros cielos azules y escarchados por los alisios también, y esa inercia imparable de la naturaleza tiene que impregnar los valores con los que vivimos todos los días, los valores de las ciudades que habitamos y aprender de cada suceso para que cuando en algún lugar del desierto vuelvan a soplar los vientos del sur, y lleguen de nuevo a Canarias sus nubes de polvo y se arrastren inclementes por nuestras calles y plazas invadiendo la atmósfera de un aire irrespirable hayamos aprendido como sobrellevarlo mejor que esta vez. Quizás deberíamos aprender de ciudades resilientes como Lisboa.

DULCE XERACH PÉREZ Abogada. Doctora en Arquitectura