Por varias razones se vincula a Josefina con la Generación del 27: porque participa en casi todas las revistas literarias en las que colaboraban sus miembros ( España, Alfar, Verso y prosa, La gaceta literaria), por su relación con sus célebres integrantes, por el prólogo de Pedro Salinas a su primer poemario y por su inclusión en la Antología de poetisas del 27 que publicó Emilio Miró en 1999. Como sentenció Guillermo Díaz Plaja, "Incluir a Josefina de la Torre en la órbita lírica de Pedro Salinas es una obviedad estética".

Sin embargo, estoy más cerca de la opinión de Lázaro Santana, quien apunta que su lenguaje siguió una ruta divergente siendo fiel a su espacio, al lenguaje y a sí misma, lo que la aproxima más a poetas como Saulo Torón o el primer Alonso Quesada, insertándose con su lírica directa y su lenguaje sencillo "en una tradición insular que propone un lenguaje específico para una situación concreta e intransferible: la vida en la isla [?] Un lenguaje periférico, que propone una visión del mundo también excéntrica".

Todo el lenguaje de Josefina está guiado por esa claridad y ese anhelo de ajuste entre palabra, emoción y experiencia. De ahí que sus temas y su contenido anímico se erijan en protagonistas de su obra, desnudos pero intensos, despejados de adornos pero penetrantes y profundos, configurando a su través una topografía simbólica atravesada por la memoria y por la isla.

Sí, la poesía de Josefina está surcada de memoria y añoranzas, vivencias personales que suceden en sus espacios más familiares: "Montaña de los Lirios junto al viejo Bandama./ La casa solariega, en su falda escondida./ [?] Dentro, hallamos la 'pila', el 'tallero', el yantar,/ y el reloj que repite su lenta campanada?/ Temporadas del Monte? ¡Bendito recordar!" (MT). Y por la misma condición emocional y biográfica de su topología, también registra elementos identitarios colectivos a los que rinde particular homenaje, algunos hoy por cierto amenazados por un arboricidio que parece perpetuar el de la Selva de Doramas: "Hay un gesto de gracia en la palmera/ ante el mar, bajo el cielo y en el monte,/ en invierno, verano y primavera,// que el color de este mar palideciera/ y el cielo nublaría el horizonte/ si contemplar su gracia no pudiera." (MT).

A esta tesitura corresponden asimismo las peculiaridades psicogeográficas y los componentes de la sociología insular que registran sus versos, ya sea haciendo crónica de los Carnavales o rememorando la huella de los ingleses en la ciudad cosmopolita de su infancia: "Era un día de paseo y, para que el niño fuese guapo le pusieron el abrigo. Los demás le mirábamos engalanarse, abrigados en los nuestros de confección isleña. [?] Cuando regresamos a casa el niño preguntó: '¿Por qué me miraban tanto?' Y la tía le dijo: 'Porque llevas un abrigo de Londres, porque es muy elegante' (VE). Estos cuadros sociales aumentarán en su último poemario, Medida del tiempo, el más denso en elementos espaciales, con amplios detalles de la Semana Santa y sus procesiones, o los viejos rituales de la noche de San Juan: "Platito de porcelana,/ agua clara y de cristal,/ cinco papelitos dentro/ todos doblados igual./ En cada papel los nombres/ escritos a mano están./¡Víspera de San Antonio/ y víspera de San Juan!/ [...] Las hogueras en el risco/ flores son de vanidad./ A la mañanita, luego,/ cinco papeles habrá/ náufragos del agua clara./ [...] El que esté abierto del todo,/ ése mi novio será. (MT)

Dada la relevancia que cobra en sus poemas la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, la topología lírica de Josefina, salvo contadas excepciones, podría definirse como urbana, ya sea por las postales del "risco poblado de casitas de colores y gritos lejanos" (VE), o por las plazas de vida provinciana y elementos arquitectónicos ya desaparecidos, como la "Plaza de San Bernardo con sus laureles viejos/ y sus casas terreras [...]" (MT). Sin embargo, por sobre todos los escenarios de la ciudad, ninguno tan constante y explícito como la playa donde descansa el mar de su infancia, el mismo que la autodefine en Marzo incompleto: "Jamás el mar hubiérase apartado/ de mi contemplación, hija de la isla," (MI). A lo largo de toda su obra Josefina desarrolla un imaginario marino cargado de sensualidad, olores, sonidos y texturas. El mar y la playa a todas horas, de noche o de día, en silencio o agitada, escenario de amores o de juegos, habitada o vacía, el mar y la playa escritos a borbotones sensoriales: "El murmullo de la playa/ entra a oscuras/ por la ventana cerrada,/ [...] Y se llena la estancia/ de olor de arena húmeda,/ de mar y de luna blanca." (VE)

En fin, el viaje poético de Josefina, escrito con los latidos de su propio escenario biográfico, es el viaje por su espacio más íntimo y privado ("Me busco y no me encuentro./ Rondo por las oscuras paredes de mí misma" ¿no son acaso estos versos suyos los más conocidos?). Y es por este viaje intimista que la "hija de la isla", vanguardista en su estilo de vida y comprometida con la modernidad intelectual de su momento histórico, se inserta en la tradición insular de los versos fundacionales de Tomás Morales, Saulo Torón o Alonso Quesada. Con ellos compartirá el deseo de enhebrar herencia y novedad, modernidad e identidad, participando en el desvelamiento de una cultura propia. No quiere ello decir que no se perciban en sus versos las huellas de Salinas o de Alberti, pero quizás sean estos vestigios secundarios frente a la afinidad espiritual que muestra su poesía con respecto a la de sus coetáneos isleños. Tampoco obviemos que, en una cultura como la nuestra, apegada al argumento del prestigio, considerar a Josefina como una de las voces del 27 es la razón que la ha legitimado en la poesía española del siglo XX, pero convendría ampliar la mirada para que los destellos del 27 no apaguen las luminarias que la vinculan con los poetas de su tierra, sino todo lo contrario, y viceversa.