Además del dolor consiguiente, cuando fallece una figura tan respetada e influyente como la que hoy nos toca glosar -este mismo mes hubiera cumplido 73 años- nos asalta un sentimiento de profunda frustración ante una carrera que, aunque brillante, ha quedado inevitablemente truncada por un hecho incontrovertible, pues la suya fue siempre una trayectoria industrialmente estable, artísticamente sólida e ideológicamente consecuente, una trayectoria que hubiera requerido de un mayor recorrido para llegar a la cima que si alcanzaron otros colegas de vida mucho más dilatada. Pero, en cualquier caso, su legado como autor ha quedado legitimado a través de sus trece largometrajes y de sus diversas intervenciones en el ámbito televisivo.

Fue durante el mes de septiembre de 1982, en plena celebración del 30º Festival de Cine de San Sebastián. En su Sección Oficial el certamen vasco acogía aquel año el debut en el largometraje de José Luis Cuerda (Albacete, 1947/Madrid, 2020), un joven cineasta vinculado a lo que se conocía como "la comedia madrileña", moda iniciada dos años atrás con Ópera prima, de Fernando Trueba, que logró deslumbrar a la prensa acreditada con Pares y nones, una comedia coral, sembrada de maliciosas observaciones acerca de las relaciones de pareja cuya notoria conexión con el weltanschauung (cosmovisión) de Woody Allen no le pasó desapercibida a nadie.

Había nacido un nuevo batidor de la vida nacional en el cine español, un heredero directo de Berlanga, de Fernán Gómez, de Azcona, de Jardiel Poncela, de Gómez de la Serna, de Ferreri y de esa larga nómina de excelentes retratistas de la España vocinglera y embrollada capaz de dirigir con admirable solvencia y originalidad a actores tan disímiles pero a la vez tan capacitados para cualquier envite profesional como Antonio Resines, Virginia Mataix, Silvia Munt, Marta Fernández Muro o Agustín González, algunos de ellos pertenecientes a la inconfundible escudería berlanguiana desde su etapa inicial.

Provisto de una larga y poblada barba blanca que le proporcionaba un cierto aire escolástico y de una entereza moral a prueba de desengaños, Cuerda reivindicó, desde sus primeros pasos profesionales, la plena libertad de expresión como el elemento indispensable para ejercer a pleno pulmón el oficio de cineasta. Y su corta aunque intensa biografía está repleta de ejemplos que muestran ese sentimiento del que siempre han hecho gala en España algunas de las figuras más ilustres de nuestra cultura. De convicciones políticas absolutamente anárquicas, descreído e implacable contra muchas de las tradiciones sociales, religiosas y políticas más arraigadas de este país, orientó su carrera no para sobrevivir sino para explorar, desde el prisma del humor o de la nostalgia, según la tónica argumental del guion en el que se inspiraba, bajo la piel de toro con un único fin: buscar un revulsivo que nos pusiera frente a frente con los prejuicios, la intolerancia y la maledicencia que han presidido el comportamiento de nuestra sociedad desde tiempos inmemoriales.

Pues bien, a partir de un formidable guion del gran Azcona, inspirado en diversos relatos cortos de Wenceslao Fernández Florez, Cuerda volvería a recibir el aplauso de la crítica cinco años después con El bosque animado, una historia centrada en las peripecias de un ladrón de poca monta que huye de su miserable existencia internándose en un oscuro bosque cuajado de apariciones y de fenómenos paranormales con el fin de asaltar a cualquiera que se cruce en su camino. La película, que obtuvo cinco premios Goya, incluidos el de Mejor Película y el de Mejor Guion, reúne en su reparto a la crème del star system nacional del momento, encabezado por Alfredo Landa (Goya al Mejor Actor protagonista) y secundado por Fernando Rey, Maria Isbert, Manuel Alexandre, Luis Ciges y Miguel Rellán.

Arropado por el éxito de taquilla y de crítica obtenido por este insólito filme, situado a medio camino entre la comedia costumbrista y el fantastique, Cuerda da un paso más en su afán por seguir auscultando los rasgos más identitarios y delirantes del mundo rural español con Amanece, que no es poco, otro trabajo inclasificable donde la práctica ausencia de guion no le impide convertir su película en un ejercicio delirante de sarcasmo no exento, como también sucede a menudo en el cine de Berlanga, de ciertas dosis de ternura propaladas sobre la piel de sus excéntricos personajes encarnados, como no podría ser de otra manera, por actores de la agudeza humorística y del oficio de José Sazatornil, Cassen, Chus Lampreave, Rafael Alonso, Antonio Gamero, Quique Sanfrancisco, Miguel Rellán o Manuel Alexandre. Tal vez por eso, y por la frescura de su puesta en escena, el filme se ha transformado, con el tiempo, en el fetiche de su escasa pero enjundiosa filmografía.

Su particular sentido de la audacia le llevó a escribir y dirigir, en 1992, La marrana, una comedia rural ambientada en el siglo XV en la que Alfredo Landa -Goya al Mejor actor- y Antonio Resines, dos vividores sin escrúpulos, intentan sobrevivir en un clima sacudido por la miseria la pillería y el engaño. Inspirada en la mejor tradición de la novela picaresca española del siglo de Oro, la película incorpora las figuras irremplazables de Agustín González, Manuel Alexandre, Fernando Rey y un incipiente Gran Wyoming a un reparto que potencia constantemente la savia burlesca y transgresora que deposita el cineasta en cada imagen del filme. Y aunque no disfrutó de una buena carrera comercial y a sus pases televisivos han sido más bien escasos, La marrana sigue ocupando un lugar preeminente en el cine de aquella década. En 1999, Cuerda, convertido ya en una figura cimera del cine nacional, aporta su propia mirada sobre la Guerra Civil a través de El lenguaje de las mariposas, un hermoso y contundente melodrama rural en el que se tributa un sentido homenaje a la figura del maestro republicano, genuino representante de la mítica Institución Libre de Enseñanza y paradigma del libre ejercicio de la democracia en los años de plomo.

Para la realización de esta obra maestra, el autor de Los girasoles ciegos (2008) se apoyó en dos de los más sólidos pilares del cine patrio: un Fernando Fernán Gómez sencillamente sublime en el papel del viejo maestro de pueblo y en un impecable guion de Azcona, libremente inspirado en tres cuentos del escritor y periodista gallego Manuel Rivas. Con semejantes mimbres, el cineasta extremeño logró construir una de las grandes cumbres del cine español contemporáneo, rematada por una secuencia final de imborrable recuerdo en la que se resume la gran tragedia que representó la guerra para personajes que, como el entrañable don Gregorio, oponían siempre la entereza moral y el uso comedido de la palabra al empleo irracional de la violencia, del autoritarismo y del insulto.