Las generaciones en España hasta 1968 han sido sustituidas por la generación X, que se educó en un contexto de tendencias ecologistas y de la denominada conciencia social, luego seguida de los millenials, que conocieron una nueva forma de paro por exceso de estudios, en un entorno donde la política mostró su cara más cínica, sin autoridad y repleta de intereses personales, y en la siguiente hornada, los Z, nacidos entre 1990 y 2010, encontramos una juventud conectada, separada de los arquetipos sobre los que se han construido los países. La máxima conectividad hacia la que se va, acompañada de la globalización, ha hecho que las pulsiones sexuales reprimidas se hayan diluido y posibiliten una fluidez sexual sin límites, que es característica de esa generación, la más liberada de las represiones y los patrones sobre los que gira la construcción social.

Una acertada propaganda sobre el cambio climático (que ahora es calentamiento, cuando en los años 60 era glaciación), acompañada de otra propaganda politizada sobre la liberación de la mujer, ha conformado un nuevo aspecto social que, indiscutiblemente, tiene sus nuevos paradigmas. No son las locuras impertinentes de Ada Colau, sino que ya hay innumerables jóvenes europeos que no toman el avión porque les alcanza la "vergüenza de volar" que se define en Wikipedia así: "la vergüenza de tomar el avión es el sentimiento de culpa ante los reconocidos efectos ambientales dañinos del transporte aéreo y su influencia en el cambio climático. En Suecia lo llaman flygskam y comenzó como un movimiento propuesto por la sueca Maja Rosén, quien dejó de volar en el 2008 por razones ambientales. Greta Thunberg se apuntó a la tendencia en el 2015? En noviembre de 2019 los vuelos interiores de Suecia bajaron un 11% y los de Alemania un 12 %, siendo un factor importante de estos descensos la vergüenza de volar". Lo que en España detectamos como estupidez de un gobierno de zombis es un viento planetario occidental que se contagia, como el me too. En Reino Unido el plan se llama Extinction Rebellion, un movimiento que recientemente ha sido incluido por la Unidad Contraterrorista del Sureste de Inglaterra, según informa The Guardian, entre las ideologías extremistas, por sus estrategias violentas, que instan a las huelgas escolares, y pretenden producir huella cero de dióxido de carbono en 2025, habiendo nacido del movimiento filocomunista Rising Up.

Nada de esto es nuevo, y comenzó en los años veinte del pasado siglo con los hijos marxistas de acaudalados comerciantes, en un episodio psicoanalítico de complejo edípico que producía una reacción contra los padres, que, paradójicamente, financiaban todo lo que hacían sus vástagos. Así fue como nació la Escuela de Frankfurt y todo el movimiento promarxista que se propagó por occidente con Grossman, Horkheimer, Adorno, Benjamin, Habermas, Fromm o Marcuse, y el resto de patulea que, viviendo bien gracias al capitalismo, defendían el ocaso de este enarbolando las más incongruentes jeremiadas. Pero no podemos cerrar los ojos a que la generación Z piensa distinto y está llena de hormonas. Existe una cuestión demográfica, cual es que las generaciones anteriores al 68 no se mueren tan fácil, y eso provoca la coexistencia de dos formas de ver el mundo casi contrapuestas, una, repetimos, la Z hormonada, de soluciones rápidas, y otra, el 68 deshormonado y conservador.

El tema se plantea, como dice Manuel Castells, en su último libro Ruptura, entre el igualitarismo de la izquierda, de un lado, y el respeto a los valores, en la derecha clásica. En esa dialéctica, arbitrada por la democracia ocurre la ruptura entre ciudadanos y gobiernos y la crisis de la democracia liberal, la cual se presenta como un "colapso gradual", donde al no coincidir lo que "los ciudadanos piensan y quieren y las acciones de aquellos a quienes elegimos y pagamos, se produce lo que llamamos crisis de legitimidad política, a saber, el sentimiento mayoritario de que los actores del sistema político no nos representan". Las raíces de la ira las sitúa Castells en "la globalización de la economía y de la comunicación (que) ha socavado y desestructurado las economías nacionales y limitado la capacidad del Estado-nación a responder", y se conforman dos nuevas clases sociales "que separa a las élites cosmopolitas creadoras de valor en el mercado mundial de los trabajadores locales devaluados". Entonces, "cuanto menos control tienen las personas sobre el mercado y sobre su Estado más se repliegan en una identidad propia que no pueda ser disuelta por el vértigo de los flujos globales. Se refugian en su nación", mientras que "las élites triunfantes de la globalización se proclaman ciudadanos del mundo".

Manuel Castells, actual ministro de universidades del Gobierno socialista de Pedro Sánchez, elige su patria chica, y defiende la independencia catalana, basándose probablemente en estos principios estructurales. Ya revela Castells que Sánchez fue a verlo a Santa Mónica, y tuvo la idea de charlar con él. "Le animé a que no se rindiera, porque si lo hacía era el fin del PSOE, que sería fagocitado en las fauces históricas de la gran coalición, devoradora de la socialdemocracia europea? Cuando le acompañé al aeropuerto, había determinación en su rostro, esperanza en su mirada".

Castells, en un libro sinsorgo, lleno de tópicos e insultos a todo lo que no sea izquierda socialdemócrata, ya sea española, norteamericana, o europea, advierte no obstante de que tendríamos que tender a "configurar un caos creativo en el que aprendamos a fluir con la vida en lugar de apresarla en burocracias y programarla en algoritmos. Dada nuestra experiencia histórica, tal vez no sea tan nocivo como conformarse a la disciplina de un orden". Sin embargo, el vástago de la ideología que defiende Castells, la China comunista, no piensa así, y va camino de ser el país más ordenado y vigilado del mundo, sin vergüenzas, mientras aquí cultivamos la vergüenza hasta para volar.