Mi abuelo fue un sastre gaditano que cayó en este solar atlántico creyéndolo un reino de grandeza y de fantasía. Cuando yo lo conocí era ya histórico su juicio. Mi abuelo trabajaba en un empleo fantástico, sin tijeras y sin jabón. Un empleo de oficina postal. Era un viejecito noble, íntegro, una clara figura galdosiana. Tenía la resignación de un personaje de don Benito, y hasta el aspecto dulcemente bello parecía construido por el gran constructor humano que acaba de cerrar los ojos ciegos para siempre.

Mi abuelo era amigo de don Benito. Entonces el maestro era solo Benito, y tenía diecisiete años. Mi abuelo trabajaba cerca del colegio, único que había entonces en la ciudad. Galdós, con un libro bajo el brazo, visitaba la sastrería andaluza todos los días al pasar hacia el colegio. Cuando corrieron los años y mi abuelo no era más que una sombra de hombre, buscaba siempre el alimento de su espíritu humilde, en este sencillo y vulgar recuerdo. Mi abuelo también decía: "Benito Pérez Galdós venía diariamente a la sastrería de tu abuelo. ¡Quién lo iba a decir!" ¿Y cómo era posible que yendo todos los días a una sastrería ignorada se pudiera ser un hombre genial...?

Muchos años este recuerdo tan honroso persistió en mi casa. Nada estrenaba o publicaba Galdós que no salieran de la boca de mi abuelo las iguales palabras de siempre: "Benito, todos los días, se sentaba en una silla frente a mi mesa." Posiblemente, mi abuelo creía que toda la humanidad galdosiana salió de los cajones de su mesa de trabajo...

Hoy, al morir don Benito, el recuerdo de mi abuelo ha vuelto a surgir en mi memoria. Y es de un modo dulce, porque yo he visto alejarse de la vida al Maestro como el viejo sastre lo vio salir, antaño, todos los días para el colegio. Mi abuelo hubiera querido estar vivo hoy para poder decir con más orgullo y más dolor: "El año 18... Pérez Galdós era un muchacho que..."

Mi abuelo era el más ardoroso admirador de don Benito. Casi seguro que no leyó más que un Episodio. En realidad, la obra más interesante de Galdós fue estar sentado, silenciosamente, en la sastrería de mi abuelo... Y esto ya lo sabía él de memoria. Cuando por primera vez vi al Maestro, me presenté como nieto del sastre. Don Benito se acordaba: "¿Queda algo de él?" me preguntó. "Quedan sus barbas blancas y las tijeras que utilizan las mujeres de casa. Se acuerda de usted. Acaso se presiente en algunas de sus novelas, que no ha leído, que no ha querido leer..."

Don Benito sonrió. Quizás hasta entonces no comprendió la dulzura, el calor de aquel pobre recinto, donde un hombre sencillo cortaba trajes simples a los honestos señoritos de la localidad.

Don Benito ha muerto hoy. Pero le ha faltado el duelo de mi abuelo. Otros sastres más civilizados y otros hombres que son concejales y letrados han recibido la noticia con menos dolor. Las banderas de las sociedades tienen unos crespones negros, y están izadas a media asta. Unos alcaldes han levantado sus sesiones, y unos presidentes de Recreo han dicho: "El hombre ilustre, el escritor cumbre, el novelista eminente". Han dicho: "El monumento de los Episodios, el mundo nuevo que palpita a través de las páginas." Han dicho: "Patriarca, español, estatua, perpetuar, gloria canaria." Pero no han dicho: "Amor".

Y unos periódicos pequeñitos de tamaño, han publicado unas biografías vulgares, sacadas de los diccionarios catalanes -que aquí poco sabían- y han hablado de un señor León y Castillo, que fue diplomático, si no recordamos mal, para decir que don Benito y él honraban la patria chica... ¡La patria chica! La patria pequeña, diminuta...

El recuerdo de Galdós ha pasado sobre la ciudad, tristemente. Es día de Reyes. Los reyes nos trajeron este dolor, pero luego todo fue silencio indiferente. El dolor duró lo que dura la alegría de los niños este día pastoral.

La muerte de don Benito es un suave recuerdo para mi alma. Yo lo veo partir con melancolía, y vuelve a mi memoria la vieja sastrería, que no vi nunca. Aquella sastrería que construyó mi sueño oyendo a mi abuelo santificar el nombre querido. Acaso todo el rastro espiritual que dejó el maestro en su tierra nativa fuera este rincón oscuro y sartorial.

No sé. Pero el alma, ahora infantilizada hasta el infinito, hubiera querido ver a mi abuelo despedir a don Benito con las eternas palabras:

"Siempre cuando iba o venía del colegio, Benito Pérez entraba en mi sastrería. ¡Quién lo iba a decir..!"

Nadie lo dijo nunca. Ahora, solamente yo.

Enero 1920 [8 febrero 1920]

(*) Este artículo se publicó en el periódico 'La Publicidad' de Barcelona, y ha sido extraído de 'Insulario', Tomo III de la Biblioteca Alonso Quesada, edición de 2013 del Cabildo de Gran Canaria coordinada por Lázaro Santana.