"Eso es España para todos nosotros, para cuarenta y cuatro millones de españoles: ver cómo un millón de españoles pillan un chollo y tú no lo pillas".

"[En este país] Si la gente te codicia, si codicia tu presencia, te irá bien".

"En España siempre le ha ido muy bien a la gente que va a misa".

"El capitalismo se hundió en España en el año 2008, nos perdimos, ya no sabíamos a qué aspirar. Comenzó una comedia política con la llegada de la recesión económica. Casi tuvimos envidia de los muertos".

"[Para los españoles] El cambio climático no es más que una actualización del apocalipsis. Nos gusta el apocalipsis. Lo llevamos en la genética".

El divorcio: "Mi divorcio me llevó a lugares del alma humana que jamás hubiera pensado que existían. Me condujo a una reescritura de la Historia, a nuevas reinterpretaciones del descubrimiento de América, o nuevas consideraciones sobre la revolución industrial; abrasó el tiempo pasado hasta convertirlo en un patíbulo en el que cada día era decapitado un recuerdo [...] Una relación que muere da origen a una lengua muerta. Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones las lenguas muertas".

"Nadie sabe la fecha de su divorcio, porque no es una fecha, sino un proceso, aunque oficialmente sea una fecha; a efectos judiciales tal vez sea un día concreto; en cualquier caso, habría que tener en cuenta muchas fechas significativas: la primera vez que lo piensas, la segunda vez, el amontonamiento de las veces, la próspera adquisición de hechos llenos de desavenencias y discusiones y tristezas que van apuntalando el pasado, y por fin la marcha de tu casa, y la marcha es tal vez lo que precipita la cascada de acontecimientos que acaban en un taxativo acontecimiento judicial".

La muerte: "Nadie es testigo ni de su nacimiento ni de su muerte".

"La muerte, esa loca sociópata, iguala todas las estimaciones sociales y morales con la corrupción de la carne, que sigue estando en activo. Se habla mucho de la corrupción política y de la corrupción moral, y muy poco de la corrupción de un cuerpo a manos de la muerte: de la inflamación, de la explosión de gases nauseabundos y de la conversión del cadáver en hediondez".

"Nadie quiere morir antes de hora. Porque morir no tiene ninguna gracia y es algo antiguo. El deseo de muerte es un anacronismo. Y eso lo hemos descubierto hace poco. Es un descubrimiento último de la cultura occidental: es mejor no morir"

"Pase lo que pase, no te mueras, sobre todo por una cosa bien sencilla de entender: no es necesario. No es necesario que uno de muera. Antes se creía que sí, antes se creía que era necesario morir. Antes la vida valía menos. Ahora vale más. La generación de riquezas, la abundancia material, hace que los desharrapados históricos (aquellos a quienes hace décadas les daba igual estar vivos que muertos) amen estar vivos".

"Cuando muere alguien, nuestra obsesión es borrar el cadáver del mapa. Extinguir el cuerpo. Pero por qué tanta prisa. ¿Por la corrupción de la carne? No, porque ahora hay neveras muy avanzadas en el depósito de cadáveres . Nos espanta el futuro, nos espanta aquello en que nos convertiremos. Nos aterroriza la revisión de los lazos que nos unieron a ese cadáver. Nos asustan los días pasados al lado del cadáver, el montón de cosas que hicimos con ese cadáver: ir a la playa, comer con él, viajar con él, cenar con él, incluso dormir con él".

"Las tumbas se inventaron para que la memoria de los vivos se refugiara en ellas y porque los restos óseos son importantes aunque nunca los veamos: pensar que están es suficiente".

"La catarata de la vida, agua que está corriendo todo el rato, mientras enloquecemos".

"Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, trabajó, fundó una familia y murió".

En tan zarrapastrosa sentencia, casi un wassap que se borra de antemano, cabe la totalidad de la peripecia vital del padre del narrador de Ordesa, la exitosa y sin embargo rigurosa novela de Manuel Vilas (Barbatros, 1962), que, aunque, publicada en 2018, ha superado a lo largo de este año quince ediciones. Se trata de una autobiografía novelada -o una ficción-verité en clave de memoria personal- para el ajuste de cuentas (especialmente consigo mismo), con el propósito de enaltecer y redimir la anodina y abnegada existencia de sus progenitores, una vez fallecidos.

Vilas -que este año ha quedado finalista del premio Planeta con un título mucho más luminoso, Alegría- traza sin concesiones el crudo arquetipo de la memoria sentimental de una familia española de clase media-baja ("¿Por que la llamarán así?", se pregunta, para responderse que "fue un invento siniestro ese guion y ese amontonamiento "clase media-baja", y una falsedad; éramos de clase baja, lo que pasa es que mi padre siempre iba muy elegante; se aprovechaba de que no te podían llevar a la cárcel por evadir la visibilidad de la pobreza siendo pobre", ironiza) de los años 60 y 70, cuando los programas televisivos se veían en familia -pues, al cabo, "comprar un televisor entonces era un acto trascendental y daba alegría y miedo"- y el utilitario del progenitor era la joya de la corona. Era la España del 600 [el seat 600], "que fue motivo de alegría para millones de españoles, que fue motivo de esperanza atea y material, que fue motivo de fe en el futuro de las máquinas personales, que fue motivo para el viaje, que fue motivo para el conocimiento de otros lugares y otras ciudades, que fue motivo para pensar en los laberintos de la geografía y de los caminos, que fue motivo para visitar ríos y playas, que fue motivo para encerrarse dentro de un cubículo separado del mundo". Para su padre, un vendedor de productos textiles catalanes por pueblos comarcales en torno a la Ordesa de Aragón, era, incluso, su instrumento de trabajo. Asevera que el más certero legado que le dejó su padre fue la obsesión por dejar siempre el coche a la sombra. Y para vencer el duelo por su muerte, Vilas echa mano de un humor cáustico: "Mi padre no murió sino que se esfumó: Lo que hizo fue desaparecer. Un acto de desaparición. Lo recuerdo muy bien: se quería largar. Una fuga. Se fugó de la realidad. Encontró una puerta y se marchó". Y agrega que si en realidad se murió, lo hizo por elegancia y cortesía laboral, para no dejar en mal lugar el vaticinio del oncólogo...

Para compensar la banalización de la muerte (y de la vida, en definitiva) del padre, cuenta también esta chusca pero verosímil anécdota sobre su velatorio: "Cuando la funeraria monta el pequeño espectáculo de la exhibición de la muerte, lo esconde todo a excepción de un rostro maquillado. No ves las manos ni los pies ni los hombros del cadáver. Cierran los labios con pegamento. Pensé si era un pegamento industrial el que empleaban para sellar labio contra labio. Imagínate que falla el pegamento y de repente se abre la boca del cadáver. [Al velatorio] vino un hombre a quien yo conocía. No era amigo de mi padre, como mucho conocido. El tipo se dio cuenta de que su presencia es injustificada. Se acercó hasta mí y me dijo: "Es que teníamos la misma edad, he venido a ver cómo quedaré yo de cuerpo presente". El tipo hablaba en serio. Volvió a mirar y se largó".

En cuanto a la madre, una ama de casa prototípica de la época, rememora que "siempre equivocaba la importancia de las cosas: les daba relevancia a cosas nimias y desatendía a las relevantes". La orfandad absoluta se remarca al percatarse de que "mi madre se murió sin saber que se moría. No sabe que está muerta. Solo lo sé yo. Ella no lo sabe"; y con la dolosa certeza de que "Mi padre no podrá venir a mi entierro, para mi esa incomparecencia simboliza la evaporación del sentido de la vida". El narrador, un niño y adolescente del baby-boom hoy casi sexagenario, quisiera recuperarlos para corregir el sepulcral silencio en que consistió su relación con ellos en vida. Habla de familias que "nunca se narraron con precisión lo que estaba ocurriendo"; e ironiza: "Mi padre y yo estábamos hecho el uno para el otro: nunca nos dijimos nada". Entonces traza esta emotiva estampa: "La muerte de tus padres es abyecta. Es una declaración de guerra que te hace la realidad. Mi madre y mi padre muertos, sus minúsculas moléculas fantasmales que siguen el paso de mis manos y mis pies por el cuarto de baño, sostienen a mi lado el cepillo de dientes, miran cómo me cepillo los dientes, leen la marca de la pasta dentrífica, observan la toalla, tocan mi imagen en el espejo; cuando entro en la cama, se ponen a mi lado, cuando apago la luz oigo sus murmullos... Me acarician el pelo mientras duermo".

El narrador es consciente de que los móviles de la pretendida redención (ya imposible) no son siquiera altruistas, cuando ha aprendido que no honrarlos es deshonrarse a uno mismo. "No es que [a mi padre] lo recuerde a diario, es que está en mi de forma permanente, es que yo me he retirado de mi mismo para hacerle hueco a él". De hecho, "mi padre muerto duerme conmigo y me dice: 'Ven, ven ya'. Los muertos están solos, quieren que vayas con ellos. Pero ¿adónde? No existe el lugar en el que están. No saben decir el nombre del lugar en el que están. Pero el cadáver de mi padre es todo cuanto conservo o cuanto poseo en este mundo (...) administra su cadáver la luz de mi cadáver; su cadáver es un maestro que enseña a mi cadáver la desconcertante alegría de seguir existiendo desde el cadáver (...) Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido".

Divorciado y padre, a su vez, de dos hijos veinteañeros muy distanciados de su vida, el narrador es consciente de que los móviles de su duelo tienen mucho de egoísmo. De algún modo, late en su discurso una llamada a sus hijos para que empaticen con él, cuando aún están a tiempo. Pero sabe que la renovación del silencio mutuo es casi ley de vida. Y le otorga entonces a sus reflexiones un cariz tragicómico: [A mi padre] "siempre le gustaba hacer eso, decir eso, "soy tu padre", con voz teatral. Era lo único que teníamos: esa afirmación de carácter universal. Y lo mismo hago yo ahora con mis hijos, voy y les digo cuando les llamo al móvil: "Soy tu padre". Eso acojona mucho. No se sabe muy bien qué quiere decir, pero acojona, es fuerte, parece un cimiento, parece una nube que llena de sangre el cielo de tu conciencia, parece el origen del mundo".

Aquí y allá, Vilas plantea, en cualquier caso, una innovadora simetría paterno-filial, muy inusual en generaciones precedentes. "Todo cuanto le pasó a mi padre repercute en mi vida con una precisión milimétrica. Estamos viviendo la misma vida, con contextos diferentes, pero es la misma vida", se concluye categórico, para reforzar esa misma idea en las puntuales invocaciones en segunda persona con que se busca acentuar el lirismo, devolviendo a la vida al difunto padre: "No te amé lo suficiente, y tú a mi tampoco. Fuimos condenadamente iguales". Sabe ahora que honrar al padre -así sea post-mortem- es su única vía de escape al nihilismo. "La muerte de mi padre llama a la mía", afirma, para explicar meridianamente: "La única forma de verdad resistente que hemos encontrado es esa: la relación entre un padre y un hijo: porque el padre convoca a su descendencia, y eso es la vida que sigue (...) No hay nada más. Todo se desvanece menos ese misterio, que es el misterio de la voluntad de ser, de la voluntad de que hay otro distinto a mí: en ese misterio se basan la paternidad y la maternidad".

Y de un modo definitivo, agrega el autor de Ordesa: "Dar la vida por alguien no está previsto en ningún código de la naturaleza. Es una renuncia voluntaria que desordena el universo. La paternidad y la maternidad son las únicas certezas. Todo lo demás casi no existe". Para el narrador / Vilas, el padre es la única certeza, además, de que haya habido vida antes de la nuestra: "Puedes imaginar un mundo en el que esté tu padre pero no estés tú, ni se te espere? El mayor misterio del hombre es la vida de aquel otro hombre que lo trajo al mundo"; y de que la siga habiendo después de su muerte, en medio de esta paradoja esencial: "Era como si yo fuese una sombra; yo, que estoy vivo. Y él fuese de verdad; él, que está muerto".

En definitiva, conciliarse con el (siempre proyectivo) fantasma del padre muerto es la única vía de conciliación con uno mismo. Los aforismos se prodigan al respecto: "[Para el padre muerto, yo] "su hijo está muerto -la clase de hijo a quien él conoció- y en su lugar hay un hombre que nadie sabe de dónde ha salido, un desconocido"... La tarea de recomponer la figura paterna se sabe ardua, ya que nunca tuvo un principio -"Mi padre parecía haber nacido por generación espontánea"-ni tampoco un final, toda vez que el padre no está muerto, sino tan sólo fugado o desaparecido.

De un modo concluyente expresa: "Formábamos un solo ser, nos fundíamos. Éramos amor. Pero nunca lo hablamos, nunca lo dijimos. Nunca". E incluyendo en el epitafio a la madre, muerta en tiempos más recientes, expresa, convincente y hermosamente: "Mi madre bautizó el mundo, lo que no fue nombrado por mi madre me resulta amenazador. // Mi padre creó el mundo, lo que no fue sancionado por mi padre me resulta inseguro y vacío".

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