La británica Megan Hunter, que cabalga el calificativo de indie, forma parte del privilegiado club de quienes lo petan con su primera obra. Hunter (1984) ha sabido enlazar dos elementos, la inquietud medioambiental y la maternidad, para componer una historia distópica vertebrada en torno a la huida y la resistencia. Con una estructura literaria basada en los fogonazos -es raro que sus párrafos superen las cinco líneas-, El final del que partimos consigue ir dando forma a un caleidoscopio que narra la aventura vital en la que se ven envueltos una joven madre y su hijo recién nacido, mientras Londres va perdiendo sus contornos, sumergida bajo las aguas. El comienzo de dos nuevas vidas -la del bebé y la de quienes huyen de la catástrofe- alimenta una narración en la que el amor sirve de contrapeso al miedo en un impactante doble golpe al mentón del lector.