La noche del 15 de octubre de 1996 ocurrieron unos hechos que conmocionaron a toda Canarias. El parricida de Jinámar, FernandoIglesias, asesinó a golpes con una picareta a su esposa y sus dos hijos, de 12 y 18 años. Un crimen que el fiscal del caso tachó como el «más grave cometido en Canarias» hasta la fecha.

La sociedad grancanaria quedó conmocionada la tarde del 16 de octubre de 1996, cuando los noticieros radiofónicos y telefónicos dieron la escalofriante noticia del asesinato de una mujer y sus dos hijos, de 12 y 18 años, a manos de su marido -y padre- en la tranquila urbanización del Mirador del Valle, en Las Palmas de Gran Canaria, la noche anterior. El caso del parricida de Jinámar dio la vuelta por todo el país y supuso una gran sacudida de hasta dónde podía llegar el machismo. En aquella época todavía era muy pronto para hablar de violencia vicaria, pero la conciencia colectiva de lo que podía pasar en el interior de una casa llevó al cuestionamiento de muchas situaciones que se creían cotidianas. La historia de Fernando Iglesias Espiño, el asesino, terminó en 2018 cuando, en un permiso penitenciario estando ya en los últimos años de su condena, unos compañeros de prisión le golpearon hasta la muerte para quedarse con la herencia que su difunta madre le había legado hacía pocas fechas: casi 22.500 euros.

La noche del 15 de octubre de 1996, después de haberse bebido unas copas de más y de una fuerte discusión con su esposa, Fernando Iglesias Espiño, natural de Galicia, cogió una picareta que había comprado pocos días antes del armario de herramientas de la vivienda y golpeó con ella a su primogénita de 18 años hasta dejarla inconsciente. Pocos minutos antes, esta y su madre le habían planteado que, si la convivencia era tan mala en la pareja, lo mejor era iniciar los trámites para el divorcio. Tras ello, la emprendió con su esposa. Ambas estaban en la cocina. El ruido de los golpes despertó al hijo menor del matrimonio, que dormía en su cuarto y que llamó a su padre para saber qué ocurría. El hombre encaminó entonces sus pasos hacia el dormitorio y, tal y como había hecho con el resto de su familia, le pegó hasta la muerte con la misma arma.

Iglesias Espiño, que era chófer de grúa y que había dejado el trabajo ese mismo día -lo que hizo que los investigadores y el jurado popular que dilucidó su culpabilidad en el juicio creyeran que los hechos estaban premeditados-, se sentó entonces en el sillón del salón a ver la tele y seguir bebiendo ron. En ese momento, le pareció escuchar una respiración agitada en la cocina, motivo por el cual cogió un cúter y realizó un corte en el cuello tanto a su esposa como a su hija, consumando el asesinato. Volvió a sentarse y se quedó dormido. Fue al día siguiente, ya por la tarde, cuando se despertó y, tras ver la escena, llamó al 091 y confesó el macabro crimen del que fue autor.

El juicio en su contra tuvo lugar en la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Las Palmas dos años después, en octubre de 1998. Fue una causa en la que participó un jurado popular, una de las primeras veces en que apareció esta figura tras su introducción en el ordenamiento jurídico español en 1995. Uno de los aspectos más llamativos del procedimiento fue que ningún letrado del Colegio de Abogados de Las Palmas quiso hacerse cargo de la defensa del parricida de Jinámar, por lo que tuvo que hacerlo de manera forzosa Francisco Mazorra.

La crudeza del crimen se llevó hasta la sala del tribunal, en el antiguo Palacio de la Justicia de San Agustín, donde los duros testimonios se sucedieron entre los testigos que dibujaron un perfil dantesco del acusado que se sentaba en el banquillo y también los peritos que estudiaron e investigaron el caso. El informe forense descartó que el hombre no supiera lo que hacía en todo momento, pero sí aseguró que estaba paranoico. Fue tal lo estremecedor de lo que en la sala de vistas se relataba y mostraba, que muchos miembros del jurado no pudieron ocultar sus rostros de incredulidad y repulsión ante la prueba practicada que se les mostraba.

El juicio en contra del parricida fue de gran crudeza por lo sórdido de lo que ocurrió en la casa familiar esa noche

Finalmente, el jurado lo declaró culpable de tres delitos de asesinato, si bien apreció la atenuante de arrepentimiento -debido a que Iglesias Espiño confesó los hechos al día siguiente tras despertarse de su borrachera- y rechazó la agravante de ensañamiento que la acusación particular interesó durante sus conclusiones finales. También desestimó la tesis de que el hombre actuó bajo los efectos del alcohol o de un trastorno mental transitorio, tal y como señalaba la defensa.

Unas 48 horas después, era el presidente de la sala, el magistrado Antonio Castro Feliciano, el que imponía la condena de 54 años de cárcel asumiendo el veredicto del tribunal del jurado. Si bien, debido al Código Penal vigente en ese momento, el condenado solo podía enfrentarse a un máximo de entre 25 y 30 años de prisión.

Precisamente, cuando ya había cumplido 22 de esos años de condena, en uno de sus permisos -ya estaba en tercer grado-, acudió a la granja de un compañero de prisión que, en sus salidas, le dejaba hospedarse ahí a cambio de trabajar las tierras. Aquel mes de agosto de 2018 salió por última vez del centro penitenciario de Orense y ya nunca regresó. El dueño del lugar en el que pasaba sus fines de semana de permiso y otro conocido de la cárcel le mataron a golpes tras sonsacarle el pin de su tarjeta de crédito. Su intención era quedarse con los 22.490 euros que le dejó su madre en herencia, y así lo hicieron. Ahí se redactó la última línea de la historia del parricida de Jinámar.