Gastronomía
Tenerife causa sensación en Italia con el modelo de guachinche tradicional
Sin comodidades ni grandes cartas, este tipo de negocios lucha cada día por ofrecer una experiencia única en cada servicio
Para evitar su desaparición, propietarias como Jéssica Martín intentan crear comunidad, reforzar la normativa y convencer a las generaciones venideras de que en el campo sí hay futuro

Guachinche Ramón / Arturo Jiménez
De los guachinches se suele decir que cuanto más escondidos mejores son. Y lo cierto es que cada vez es más complicado encontrar uno de esos guachinches clásicos ubicados en garajes o cuartos de apero, que solo abren para vender su vino de cosecha propia y que solo sirven un par de platos como acompañamiento. Sin embargo, aquellos que han resistido el embiste de las grandes cadenas y los nuevos conceptos gastronómicos batallan cada día por proteger uno de los tesoros más valiosos que esconde la Isla.
En esta lucha, emprendida con la intención de mantener viva la esencia de los negocios autóctonos, una de las caras visibles es Jéssica Martín, dueña del Guachinche Ramón, en La Orotava. Gracias a un proyecto del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología (IPNA), ha conseguido que el concepto guachinche cause sensación en la Slow Wine Fair de Bolonia, en Italia. Este encuentro reúne a viticultores de todo el mundo que promueven una forma de cultivo sostenible, y dan valor a la tierra y al kilómetro cero. Se trata de una oportunidad que han aprovechado para demostrar que, en Tenerife, los guachinches unen con fuerza a dos sectores: la restauración y la agricultura.
Bajo esta premisa, Jéssica Martín ha revivido con éxito el negocio que su padre, Ramón, fundó en 1998 y ahora vuelve a tener todas sus parcelas en activo. «A él, cuando vendía el vino, se le pagaba mal y tarde, por eso abrió el guachinche. Cuando enfermó, tomé el relevo con la idea de darle valor a las personas que participan en este proceso». Así, defiende que se trata de una economía muy local, donde se paga «un precio justo» y se lleva a la mesa lo que cultivan los propios propietarios o los agricultores de la zona. «Aquí se bebe el vino que nosotros mismos elaboramos y se come en medio de donde está todo plantado y eso premia a un guachinche», destaca.
Las paredes de bloques, los sacos de café en el techo y los carteles que explican la técnica del cordón trenzado convierten la comida en un guachinche en toda una experiencia, sobre todo, para los turistas. Consciente de esto, el cometido de Martín es convencer a otros que, como ella, han crecido en familias con estos negocios tradicionales de que se puede vivir de ellos. «Sin relevo generacional, este símbolo tinerfeño está perdido. Hay una desinformación tremenda, sé que mucha gente se atrevería pero, desde luego, no con la normativa actual», asegura.

La propietaria del Guachinche Ramón, Jéssica Martín. / ARTURO JIMÉNEZ
Por este motivo, desde hace dos años, el grupo de investigación de Ciencias Sociales, Patrimonio y Alimentación del IPNA centra parte de sus esfuerzos en explicar el universo guachinche y toda la conflictividad que hay detrás. El antropólogo visual e investigador, Eduardo Diez, subraya que uno de sus objetivos es lograr que todos los propietarios de guachinches unan fuerzas para pelear por una normativa que los proteja. «Se trata de un sector muy marginado en el que han habido conatos de regulación, pero en el que también hay mucha picaresca. Muchos de los dueños son octogenarios sin relevo, por lo que ahora hay que trabajar en fomentar ese diálogo entre ellos mismos y con los productores de mercados», argumenta.
El acelerador del proyecto Slow Food Negroni Week Fund destaca que el concepto guachinche llamó mucho la atención en Italia e incluso se habló de él en el periódico local. «Esto les ha servido para empoderarse y motivarse a generar un tejido asociativo».
La particularidad de los guachinches, según sostiene, es que están muy vinculados a la informalidad, lo que dificulta la tarea de definirlos. Sin embargo, relata que para trabajar con ellos el grupo del IPNA ha buscado ciertos parámetros o criterios importantes, como que el vino sea de cosecha propia o que el relevo generacional incluya a mujeres.
Este último requisito casa a la perfección con el negocio que ostenta Jéssica Martín, pues la plantilla está compuesta únicamente por seis mujeres. Algunas de ellas dejaron sus anteriores oficios, todos diferentes entre sí, para dedicarse al Guachinche. Una de ellas renunció a su trabajo después de 30 años. «Todas tienen una pasión por el proyecto y vienen a trabajar con ganas. Además, es compatible con sus vidas porque es de lunes a viernes y no servimos cenas», explica.
Con el horario del local, Martín no solo pretende mejorar la conciliación, sino que también es una medida para alargar el vino y para no verse obligada a cerrar a los cuatro meses. «Nadie quiere trabajar aquí solo para un par de meses, no sería factible», denuncia.
Su objetivo ahora es reunir a los profesionales del sector y transmitir este mensaje esperanzador a los dueños de otros guachinches y a sus hijos. «Tenemos que ser conscientes de que estamos vendiendo una experiencia única que comienza al entrar por la puerta. y hay un turismo, más sostenible, que la valora mucho», sentencia. Asimismo, anima a otras mujeres a emprender en el que siempre ha sido un «mundo de hombres». El patriarcado, expresa, «existe en todos lados y en los guachinches no iba a ser diferente».
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