Arte

Pepe de todas las estaciones

Pepe Abad, en su taller de La Laguna.

Pepe Abad, en su taller de La Laguna. / CARSTEN W. LAURITSEN

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz

La suerte fue que coincidiera este hombre lleno de humor y de energía en una época extraordinaria de Canarias, la posguerra en la que quedaron, mirándonos crecer, amigos como Domingo Pérez Minik, Pedro García Cabrera, Maud Westerdahl o el marido de ésta, el impar Eduardo Westredahl.

Esa gente, a la que es tan difícil restituir en la historia de nuestra cultura, trabajó con los jóvenes que en Tenerife, como Pepe Abad, José Luis fajardo, Emilio Sánchez Ortiz, Luis Alemany o Arturo Maccanti, decidieron hacer del arte su modo de expresión y su manera de la libertad.

Muchas veces he hablado en estos últimos tiempos con uno de aquella generación que él representa, José Luis Fajardo. Juntos hemos rebuscado en nuestra memoria para explicarnos esa secuencia que ahora se rompe porque Pepe ha muerto y ya la orfandad, que ha sido sucesiva, es paralela a la que hace años nos fue privando de aquellos maestros, y luego de Manuel Padorno, de Manolo Millares, de Arturo Maccanti, de tantos cuya biografía, y cuyo arte, tuvo su punto culminante cuando se produjo en Tenerife la Exposición Internacional de Escultura en la Calle. Aquella invención feliz del Colegio de Arquitectos saltó a las calles de Santa Cruz no solo como un hito cultural sino como un desafío civil que una sociedad sin ganas fue incapaz de prolongar.

Fue el tiempo de la reunión de todos en busca de cualquier pasado mejor para que el presente no se fuera de las manos. Buscaban las generaciones respectivas un asidero común, y ese era la amistad y la calidad de ésta. En aquel tiempo yo era un joven periodista que buscaba en los veteranos la ilusión que a ellos los ilustró. Por eso muchas veces iba a las casas o a los estudios de Pepe y de Fajardo, por ejemplo, para saber qué hacían o de quiénes había aprendido.

José Luis era muy viajero, de corazón y de casa, y además su oficio de artista, la pintura, lo obligaba a mirar un paisaje que él mismo se inventaba, pero que tenía su raíz en su pueblo, La Laguna, aunque su diversidad se fue ampliando. De aquellos a los que yo visitaba, desde estos dos amigos a Martín Chirino a Millares, en Madrid, en Tenerife, era Pepe el más enigmático.

Lo recuerdo fumando y mirando, buscando en horizontes de metal y de de piedra, hasta dar con el asidero de su pasión: hacer suyo el paisaje, dominarlo. Cuando impuso en la entrada de Santa Cruz, por la avenida Pérez Armas, la más arriesgada de sus esculturas, estaba inaugurando, como un muchacho que inventara, una nueva era de la calle en esta capital tan quieta: él quería juntar a la ciudad de Pérez Minik, por ejemplo, con la de Pedro González. Desafiaba la quietud de la mirada insular, hacía que el camino tuviera una despedida, y una bienvenida, más universal, más abierta a un universo que era, por otra parte, el que pregonaría aquella exposición que atrajo a Santa Cruz una era, bien asentada, pero por poco tiempo, y bien llena de atrevimientos. La añoranza de aquella importante bienvenida al arte mundial es ahora una reivindicación más que un llanto.

Cuando lo iba a ver a su casa, o cuando me llamaba, aquel Pepe que parecía a la vez un orfebre y un poeta me avisaba de libros, novelas, poemas, que estaba escribiendo. A lo largo de los años me dijo no sé cuantas veces que me los iba a enseñar o que los estaba guardando para presentarlos a determinados premios locales o nacionales.

Bromeaba conmigo, sin duda; pero lo hacía con tanta vocación, con tanto arte, que en tiempos yo siempre esperaba que me viviera a casa uno de aquellos poemarios o de aquellas historias. La esencia de Pepe era esa, las ganas de vivir cerca de los otros, y luego retirarse en busca de lo que luego ha sido su legado: su pasión por La Laguna y sus dimensiones, su conocimiento minucioso de los materiales que heredó de maestros que siempre estuvieron en la esencia verbal de sus pasiones: Eduardo Gregorio, Manolo Millares, Henry Moore, Pedro González o Martín Chirino…

En una sociedad que se hurtó durante decenios la proximidad (ética, estética) del continente africano, Pepe abrazó a lo que teníamos enfrente, como humanidad y como paisaje, y había sido ocultado antes y después de aquella guerra que fue tan cruenta, en todos los sentidos, para el porvenir del Archipiélago. Cuando se estableció, lo establecidos los que lo vimos crecer, él seguramente seguía teniendo el alma de un artista adolescente, subrayé su trabajo sobre África, precisamente. Rebuscando papeles de entonces me encontré con este episodio de lo que escribí sobre él y ese preciso instante de su vida: «La madurez le ha dado a Abad la sensualidad en el gesto y la he hecho más risueño, más contento de sí mismo y, sin duda, más satisfecho de la atmósfera que crea».

Sin duda, en ese retrato, que ahora leo y veo que se parece a la primera línea de lo que he escrito, en ese aire risueño que le veía entonces, está la hermosa relación que tuvo con el amor de su vida [Reyes], a la que ahora abrazo aquí con la gratitud de una amistad latente y bella.

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