Las cicatrices de la pandemia

Tres años después de que el virus pusiera patas arriba la asistencia sanitaria, los hospitales se recuperan del impacto de la covid y tratan de volver a la normalidad

Aunque el virus sigue marcando la vida en algunos servicios, los profesionales del Hospital de La Candelaria tratan de recuperar la normalidad tras el anuncio de la Organización Mundial de la Salud con el que decretó el fin de la emergencia sanitaria. | andrés gutiérrez

Aunque el virus sigue marcando la vida en algunos servicios, los profesionales del Hospital de La Candelaria tratan de recuperar la normalidad tras el anuncio de la Organización Mundial de la Salud con el que decretó el fin de la emergencia sanitaria. | andrés gutiérrez / Verónica Pavés

Verónica Pavés

Verónica Pavés

El Hospital Universitario Nuestra Señora de Candelaria se recupera de las profundas heridas que le ha provocado el virus durante los últimos tres años. Los trabajadores de los servicios que atendieron de forma directa a los pacientes que caían enfermos con la covid atraviesan su propio duelo intentando volver a ser quienes eran antes de que el coronavirus cambiara sus vidas.

Una calma extraña se respira después de la arrolladora tormenta. En los pasillos blancos e impolutos del Hospital Nuestra Señora de La Candelaria ya no se siente el miedo y la angustia de aquellos días en los que la muerte acechaba en cada esquina, pero el intento por volver a la normalidad tiene un sabor agridulce. El 5 de mayo la Organización Mundial de la Salud (OMS) dio por finalizada la emergencia sanitaria por covid-19 después de tres años y tras varios meses en los que el virus, aunque no ha desaparecido, ha pasado a un segundo plano en la asistencia sanitaria. La gravedad es mínima, los tratamientos están claros y los pacientes ya llegan a cuentagotas. Apenas dos ingresan cada día, frente a las veinte que lo hacían en aquellas olas que los sanitarios pretenden olvidar. El hospital trata de volver a ser el que era en 2019, aunque sus profesionales nunca volverán a ser los mismos.

Las cicatrices de la pandemia

Las cicatrices de la pandemia / Verónica Pavés

La UVI

En los ojos de Mar Martín, jefa de la UVI del centro hospitalario, ya no se percibe esa mezcla de adrenalina y la tristeza que los impregnaban hace tres años. Ahora, sin las gafas de protección hundiéndose en las cuencas de sus ojos, se puede distinguir en ellos desánimo, cansancio y algo de rabia. Martín, como sus compañeros, no alcanza a entender cómo los profesionales sanitarios han podido pasar de ser héroes a villanos. «La gente está tensa y lo paga con nosotros, parece que nos hemos olvidado de todo lo que hemos pasado y hemos dado pasos hacia atrás», insiste.

La Unidad de Cuidados Intensivos parece otra. Los profesionales entran y salen de los cubículos sin cortapisas, las puertas de las salas de observación permanecen abiertas, son una minoría los trabajadores que se forran el cuerpo con un Equipo de Protección Individual (EPI) completo y son más los pacientes que han llegado allí por accidentes de tráfico, aneurismas o insuficiencia cardiaca, que por covid.

La UVI ha ganado en vida y confort, aunque el propósito es que cada vez sea una unidad más cómoda para sus pacientes. «Estamos en vías de desarrollar un proyecto de humanización para que los familiares puedan entrar al área», explica Martín. La contribución de un contacto exterior y conocido resulta muy beneficioso para los pacientes, pues resulta «un apoyo fundamental para que recuerden sus proyectos vitales», explica la jefa de la UVI que asegura que así se recuperan mucho antes. El proyecto no es nuevo. De hecho, se pensaba poner en marcha durante 2020. Pero llegó la pandemia y lo puso todo patas arriba. «De intentar abrir el acceso, nos vimos obligados a clausurarlo», lamenta Martín.

Las cicatrices de la pandemia

Las cicatrices de la pandemia / Verónica Pavés

Medicina interna

El incesante trabajo del hospital parece retomar sus viejas costumbres, aunque aún haya pequeños detalles que recuerden el pasado. Marcelino Hayek, responsable de Medicina Interna, se ajusta la mascarilla con cierta molestia. «Deberían quitar la obligatoriedad en los lugares en los que no tenemos labor asistencial», refunfuña. Desde el anuncio de la OMS, el Ministerio de Sanidad les proporcionó a los hospitales la posibilidad de elegir si querían mantener esta protección o no, dependiendo de la situación epidemiológica del centro. Algunos han intentado deshacerse de la mascarilla y han tenido que volver atrás en cuanto se dio un brote. En La Candelaria aún no lo han intentado.

La que hasta ahora se conocía como «planta covid» está irreconocible. Las habitaciones están abiertas de par en par. En cada una de ellas comparten una charla amistosa dos pacientes y algunos familiares, que amenizan la hora de visita con historias sobre el mundo exterior. Los enfermos por covid que antes llenaban esas habitaciones – y plantas completas del hospital–, ahora se circunscriben a una pequeña ala de la planta de Medicina Interna. Allí parece que el tiempo no ha transcurrido. Detrás de un biombo, una enfermera se enfunda su traje de protección para atender a un paciente con covid. Otro médico se quita con cuidado la bata, las gafas y los guantes para tratar de recuperar la normalidad al salir de una de esas habitaciones confinadas. El virus no se ha marchado. De hecho, ya nunca lo hará. «Pero sin duda es menos peligroso», resalta Mayek. Lo es, en parte, por la vacuna, que ha permitido que la población tenga las defensas adecuadas para combatir una infección. Pero también por la propia tendencia a la supervivencia del virus. «Con cada variante disminuye la gravedad, aunque también se transmiten más fácilmente», explica el investigador. Es la evolución «natural» de los virus que la ciencia ha descrito en cientos de ocasiones, pero en ciertos momentos de la crisis sanitaria se asemejaba más a un anhelo desesperado que a una posibilidad real. La ciencia, finalmente, tenía razón.

Fisioterapia

Pero no todo ha sido aguantar el tipo. La pandemia también ha dejado enseñanzas que ni siquiera se habían valorado. Ejemplo de ello son los problemas que acarrea que un paciente esté postrado en una cama durante demasiado tiempo. Durante la primera ola hubo muchas personas que no se movieron de la cama durante días, lo les pasó una cuantiosa factura. Hoy no hay ni un paciente que no sea visitado por un fisioterapeuta durante su estancia hospitalaria. «Nos dimos cuenta de que no podía ser así, los pacientes no podían estar tanto tiempo sin caminar porque las secuelas estaban siendo mucho peores de los que debía», explica José Luis García, fisioterapeuta del Hospital La Candelaria. Gracias a su rápida actuación, han conseguido disminuir al máximo las secuelas motoras del covid. El covid persistente, de hecho, parece haber reducido su área de impacto. «La media que duran los síntomas son seis meses y, a día de hoy, no tenemos constancia de que produzca incapacidad permanente», resalta Hayek.

Cirugías frenéticas

La normalidad también ha vuelto a los quirófanos, donde ya no hay rastro de las camas improvisadas para pacientes críticos. Ahora los únicos pacientes que pasan por los quirófanos del hospital son aquellos que necesitan ser operados, ya sea por un aneurisma, un cáncer o para colocarse una prótesis. Antonio Carlos Santos, subdirector de Enfermería del área de cirugía fue testigo de aquel periodo de «guerra» en la que muchos maldijeron no tener recursossuficientes. Y es que aunque los quirófanos están dotados con las herramientas necesarias para dar asistencia similar a la que se da en las unidades de críticos, estas no eran la más adecuada. «Nuestros respiradores, por ejemplo, están hechos para una asistencia de 24 horas, no para una de meses», rememora.

La actividad quirúrgica nunca se detuvo del todo, pero sí que se limitó a las urgencias y a los procesos oncológicos durante varias semanas. Para el resto de cirugías programadas se perdió un tiempo valiosísimo que ahora se intenta recuperar a marchas forzadas. En Canarias son 34.556 pacientes los que esperan por una operación, un 33% más que antes de la pandemia. Solo en el Hospital de La Candelaria hay 6.455 personas esperando a entrar a quirófano, 1.234 más que antes de que estallara la covid. «Nuestra actividad previa ya era alta y hemos tenido que meterle una marcha más», resalta Santos. Hoy el ritmo es frenético hasta el punto que la actividad de tarde «se asemeja» ya a la de la mañana, algo impensable hace apenas unos años.

Urgencias diminutas

Los que también han sufrido un incremento de la actividad asistencial han sido los trabajadores de las urgencias. En medio de un movimiento colectivo para mejorar el servicio, el de La Candelaria tiene un problema adicional: se ha quedado pequeño. El edificio de Urgencias es viejo y no se ha adaptado a las crecientes necesidades de la población. Se inauguró en 1988 y desde entonces apenas ha tenido un par de reformas. Los pacientes se distribuyen por los pasillos y todos los recovecos posibles. Allí donde hay un hueco, hay una camilla y un paciente. Una obra faraónica enfrente del pequeño edificio trata de revertir la situación añadiendo más espacio. «Necesitaremos ambos edificios, uno se queda corto», insiste el profesional. Pero a día de hoy, el desgaste de los profesionales es tal que, después de tantos meses esperando, dudan que alguna vez lo vayan a ver. «Yo me jubilo pronto, así que es posible que no lo presencie», asegura con pesadumbre.

Pero no es lo único que, a ojos de los profesionales, se debería mejorar en el servicio. «Tenemos demasiadas camas ocupadas por problemas sociales», reseña Antonio Martín, jefe de servicio de Urgencias, mientras muestra decenas de informes marcados con las letras «P.S». «Todos estos no son nuestros, son pacientes que necesitan otro tipo de asistencia y que, sin embargo, pueden permanecer aquí meses», remarca, e indica que, si se les ofreciera una alternativa, «no habría gente en los pasillos».

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