Entrevista | Xavier Aldekoa Periodista

Xavier Aldekoa: «La juventud siente rabia al ver cómo el Congo ha sido condenado a ser pobre»

El periodista ha ganado el Premio Ortega y Gasset por su libro ‘Quijote en el Congo’

El periodista Xavier Aldekoa, ayer, en Casa África. | | E.D.

El periodista Xavier Aldekoa, ayer, en Casa África. | | E.D. / Carla Rivero

El periodista catalán soñaba con este viaje desde su infancia. El río Congo se extiende a lo largo de 4.700 kilómetros lleno de vivencias, dramas, cambios y luchas, en uno de los países más ricos del mundo, a pesar de ser el tercero en pobreza. El libro ‘Quijote en el Congo’, presentado ayer en Casa África, le ha valido el Premio Ortega y Gasset y responde a un afán por compartir otra realidad que escuece.

El río Congo ha sido testigo de episodios históricos inhumanos y, al mismo tiempo, describe la esencia de todos los pueblos que descansan a sus orillas. ¿Qué significa este río?

El río Congo es la esencia de todo un continente. De toda esa historia de dolor, de todo ese abuso y expolio, de esas historias de explotación de los pueblos y sobre cómo hay comunidades, como los wagenya [etnia pesquera], que están conectados a la naturaleza y a sus tradiciones. Muchas cosas que encuentras en otros lugares las hallas condensadas en esta arteria líquida que atraviesa el centro de África. Ha sido el viaje más intenso que he hecho, y creo que no lo podría haber hecho sin estos 20 años de experiencia. Me equivoqué en numerosas ocasiones, fue un esfuerzo y una exigencia constantes, no bajé la guardia en todo el viaje, y a la vez gocé de una intensidad muy bonita. Tengo la sensación de haber estado viajando años, más que meses.

Una de las primeras imágenes que traslada el libro refleja cómo el manantial del que surge el río Congo está en un pueblo abandonado. ¿Podría ser esa la esencia de lo que ocurre en tantas partes del continente?

Ese manantial tiene una importancia central para los pobladores, como el río la tiene a lo largo de su trayecto para los congolenses o la tierra fértil en el resto de África, y sufren en el olvido y en la desidia de los gobernantes, lejísimos de donde están. No obstante, hay otra parte que está relacionada con el expolio continuado a lo largo de la historia del país, que no es culpa de los congolenses. Al menos, en ese aspecto el manantial es una metáfora de esa mala gobernanza de África.

En cuanto a la violencia, estuvo cerca de Boko Haram, ¿cómo afecta a la población esa amenaza constante?

Me hace ilusión que me preguntes al revés. Normalmente, te cuestionan por los peligros que vives como periodista. En este viaje, pese a ser consciente de mi privilegio —soy extranjero, soy blanco, soy hombre, soy alguien que tiene dinero como para poder irse—, me interesaba viajar como ellos para contar cómo viven: ir en lanchas o canoas, moverme con las motos y también atravesar los lugares violentos; porque los congolenses están obligados a pasar por una zona controlada por rebeldes y pagar en los peajes o tienen que enfrentarse al policía corrupto o al militar borracho. Entonces, esto trata de fusionarme para explicarlo como si fuera uno más y, en este caso, la convivencia con un contexto violento es algo común en muchos sitios, por ejemplo, en la zona del lago Chad, en Somalia, en algunas partes del Congo, y eso hay que contarlo y denunciarlo.

Cuenta la parte cultural con estas generaciones jóvenes que quieren rebelarse. ¿Es una locura, al estilo de don Quijote?

Es bonita esa manera quijotesca de afrontar la vida que tienen los jóvenes congolenses, donde hay mucha rabia y reivindicación. Pero, sobre todo, nace de un intento de no dejarme derrotar por lo que veían mis ojos. Si hubiera ido a hacer el viaje más joven, habría trasladado solo aquello que observaba, y eso es una derrota. Me habría encontrado con la pobreza, la violencia, el expolio, esas barcas aborrotadas a lo largo del Congo. Pero en este río necesitaba y exigía que hubiera intelectuales, filósofos, historiadores, directores de teatro, nobeles de la Paz, doctoras, y tuviera la importancia que merece. Es un intento por explicar a los jóvenes no cómo unos tipos que están hacinados o que tienen una kalashnikov oxidada, sino como hay quien se sube al escenario, se parte la cara en manifestaciones o leen poesía y se desviven por los demás. Esos dos Congos conviven.

¿Es una vía de esperanza?

No sé si es «esperanza» la primera palabra que me que me viene a la mente. Sí hay un punto de rabia al ser conscientes de cómo un país extraordinariamente rico ha sido condenado a ser pobre por todas esas potencias que, tanto ayer como hoy, siguen esquilmándoles con la connivencia de las élites corruptas. En toda lucha hay una parte de esperanza, pero, quizás, veo más hartazgo. Lo cual es raro, ya que asociamos esa rabia con el rencor, algo que no he notado en ningún momento. ¿Por qué me ayudaban tanto, si yo formaba parte de esa gente que ha venido de fuera a hacerlos sufrir? En eso hay una honestidad brutal.

Seguimos robando, sobre todo si hablamos del uso del cobalto como parte de la revolución tecnológica. ¿Cómo cambiamos el modelo si es el único recurso que tiene una población tan pobre?

La justicia universal no da votos. Nadie que puje por una ley para que los abusos en el mundo sean menos gana en su casa. Siempre que se ha intentado legislar para que las minas sean controladas y no estén en manos de grupos rebeldes y haya un comercio justo ha resultado que la aplicación en el terreno cuesta mucho, ya que hay maneras de esquivarla o camuflarla, y el consumidor final lo único que puede hacer es reclamar que haya un control. Pero no está en sus manos. Eso tiene que ser un compromiso al más alto nivel. Lamentablemente, eso es difícil debido a que hay naciones, como nuestro país, que se benefician de ese comercio gris donde las materias primas salen más baratas si no se sabe su origen.

Podríamos hablar de las rutas migratorias y lo que ha ocurrido con Ucrania. ¿Qué hay que hacer para que algo cambie?

Activar la empatía es una vía. En los refugiados ucranianos nos vimos reflejados y nadie habló de una crisis de acogida. No eran olas de refugiados, sino familias a las que había que ayudar porque estaban huyendo de una guerra. Clama al cielo porque la comparación con los refugiados de otras dictaduras que vienen de África o Asia no eran bienvenidos. La diferencia entre el trato es obscena, aunque celebro que lo hayan hecho con los ucranianos, solo que nos hemos dado cuenta —o por lo menos para quien ha querido verlo— que no era un problema de recursos, sino de voluntad. Hice un trabajo de varios años recorriendo rutas migratorias desde su origen hasta el mar y me di cuenta del componente humano que tiene la migración, más allá del factor económico o de muerte siquiera. Es un fenómeno que está afectando a millones de africanos; y no solo a los que migran, también a los abuelos que asumen que no van a ver a sus nietos, a las novias de todos esos chicos, a los hermanos pequeños que aspiran a imitarlos, a las madres que son criticadas en el mercado porque los han dejado ir o son envidiadas al comprarse ropa nueva. Te das cuenta de que la migración es mucho más que esos chicos que salen a jugarse la vida en el mar o en el desierto.

Contó con el apoyo de su medio cuando se prefiere un freelance antes que un reportero.

La Vanguardia me dio tiempo. Lo que cambió fue cuando le dije a Jordi Juan, el director, que me iba entre dos y seis meses y, en lugar de volverse loco, solo me pide que no me tengan que ir a buscar. Que haya alguien que diga, aunque estemos en una crisis de medios, de comunicación, sin dinero, pero cuando hay que tomar una decisión, dice, te doy tiempo. Esa es la clave. Así se lo valoro y agradezco.

Aparte de la crisis climática, hay deforestación, contaminación. ¿Qué pasa si se seca el río y los dioses no quieren volver a revivirlo?

Sería una catástrofe, pero no creo que los ancestros tengan tanta maldad. Aunque, es cuestión de perspectivas. Hay muchos problemas, pero en 1970 solo sabía leer una de cuatro mujeres africanas, ahora es una de cada dos; en la última década, se ha multiplicado por tres el número de mujeres ministras; hoy, un niño africano tiene más posibilidades de acabar la secundaria que de pasar hambre; hay guerra en menos de un tercio de los países africanos... ¿Es suficiente? Esas mejoras deberían de estar más extendidas, pero la fuerza de la juventud puede hacer cambiar las cosas a una mayor velocidad.

Cuando llegó a casa, ¿cuál fue el aprendizaje?

Mi compañera Júlia tiene la teoría de que es el viaje que más me ha costado aterrizar. Sí he notado que me he vaciado más que otra cualquiera cobertura, y eso que he cubierto tanto hambrunas como guerras, aunque me ha llenado al mismo tiempo.

Al Quijote lo dejó rendido.

El Quijote salió dos veces [risas], así que habrá que planteárselo. Sigo teniendo ganas de ir al continente, de volver al paraíso del río Congo, una tierra fascinante, compleja, herida y golpeada, pero luminosa y generosa, divertida, donde intento que la gente se asome a esa ventana y vea todas esas cosas mezcladas. No sé explicarlo... Ha sido una experiencia que no voy a olvidar.

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