Dos años y nueve meses de rostros incompletos por las mascarillas

A partir de este miércoles se podrá acceder a aviones, barcos, guaguas y tranvía sin cubrebocas

Una joven se retira la mascarilla que cubre su cara.

Una joven se retira la mascarilla que cubre su cara. / Andrés Gutiérrez

Verónica Pavés

Verónica Pavés

A principios de 2020 casi nadie sabía ponerse la mascarilla. Hoy, casi tres años después del estallido de la pandemia, son pocas las personas que no saben diferenciar entre una mascarilla quirúrgica y una FFP2. Aquel fatídico año, el cubrebocas salió de los hospitales para convertirse en un accesorio esencial en la vida de los canarios. Desde entonces la mascarilla ha ido reivindicando su espacio dentro de bolsos, bolsillos, guanteras de coches y cajones. Sin embargo, tras dejar de ser obligatoria en interiores y exteriores, y con su inminente retirada del transporte público –que se hará efectiva este miércoles 8 de febrero–, todo parece indicar que la herramienta estrella contra el virus está a punto de convertirse en el recuerdo de un mal sueño. 

La mascarilla no lo ha tenido fácil para ser aceptada. Antes de ser considerada una herramienta vital para el control de la pandemia, el cubrebocas tuvo que enfrentarse a un fuego cruzado de críticas entre los epidemiólogos, médicos y otros científicos que no parecían ponerse de acuerdo entre si valía la pena o no que la población la utilizara como una herramienta más de protección contra el virus. 

Un hombre otea el horizonte antes de cruzar la calle en Santa Cruz de Tenerife.

Un hombre otea el horizonte antes de cruzar la calle en Santa Cruz de Tenerife. / Andrés Gutiérrez

Muestra de este desacuerdo es un informe de la Organización Médica Colegial de España de abril de 2020, en el que participaron hasta 30 profesionales, en el que se no recomendaba el uso de FFP2 para la población general por considerarlas «innecesarias, ineficientes y contraproducentes». Justificaban su opinión en la fatiga y mareos que su uso podría provocar en personas mayores y por la «falsa sensación de seguridad» que podrían generar en la población si se manipulaban de manera incorrecta. Este mensaje llegó a ser reproducido en diversas ocasiones por los órganos de Gobierno estatales y regionales. Pese al candente debate generado en España, las directrices de la Organización Mundial de la Salud (OMS) eran claras: la mascarilla había demostrado su eficacia para frenar los contagios. De ahí que la organización sanitaria instara a los países a establecerla como obligatoria o, al menos, recomendarla a la población. 

Al principio de la pandemia el precio de las mascarillas podrían oscilar entre los siete y diez euros

Tras este debate científico-sanitario también se ocultaba un intento desesperado por evitar un desabastecimiento absoluto que dejara a los sanitarios sin recursos para trabajar. La escasez convirtió las mascarillas en un bien de lujo y fueron dos circunstancias sobrevenidas las que la llevaron a ostentar ese lugar. En primer lugar, la demanda, pues superó varias veces la oferta mundial. Por otro, el transporte de mercancías que la propia crisis sanitaria obligó a paralizar durante varias semanas para evitar la expansión del virus. 

El comercio mundial de mascarillas se transformó en una verdadera jungla donde tan solo ganaba el mejor postor. El Gobierno de Canarias y el estatal hicieron frente a la escasez buscando mascarillas y otro material de protección sanitaria (guantes, EPIs, gel hidroalcohólico) cerrando acuerdos con empresas Chinas y habilitando la producción en empresas cuyo objetivo nunca fue el de dedicarse a la sanidad. 

La población notó esta guerra abierta entre países en el precio que adquirieron las mascarillas. Se reportaron casos de compra de mascarillas en farmacia por un valor de siete a diez euros. El ejecutivo de Pedro Sánchez, viendo la rápida escalada de precios, trató de garantizar el acceso a toda la población limitando su importe a 0,96 euros. 

La mascarilla empezó a ser obligatoria en espacios cerrados de uso público el 20 de mayo de 2020, pocos días de comenzar la primera desescalada tras el duro confinamiento que recluyó a la población española en sus casas durante casi tres meses. Solo se podría prescindir de ella para consumir alimentos, al estar completamente solo o si, por motivos médicos, se recomendaba no llevarla.

Una mujer elabora mascarillas de tela en Canarias.

Una mujer elabora mascarillas de tela en Canarias. / Delia Padrón

La primera norma, sin embargo, resultó demasiado vaga e insuficiente para controlar todos los posibles ámbitos de uso. A mediados agosto se extendió la restricción a los espacios abiertos y en septiembre, el Gobierno de Canarias también la impuso en ámbitos privados y en el entorno laboral, en un intento de frenar la escalada de contagios que se estaba produciendo por aquel entonces. 

Aupada por la pandemia, la mascarilla se convirtió en un must de cualquier español que quisiera seguir relacionándose con humanos sin una pantalla de por medio. La industria de la moda se adaptó a los tiempos, creó tendencia a su alrededor y aprovechó la contingencia sanitaria para hacer caja. Aparecieron las mascarillas de tela, con colores llamativos, dibujos o algún patrón de diseño que las hiciera únicas y capaces de combinar con la ropa como si fuera un accesorio más. 

2022 fue el principio del fin. Cuando el efecto de las vacunas parecía empezar a tener un reflejo positivo en los datos de mortalidad, el Consejo de Ministros decidió que el 9 de febrero dejarían de ser obligatorias en los exteriores. Posteriormente, el 20 de abril dejaron de serlo también en interiores.

Si bien eliminar su obligatoriedad en exteriores resultaba hasta obvia –ya de por sí era una medida muy discutida por el poco riesgo de contagio en entornos abiertos–, no se entendió derogación del real decreto que instaba a utilizarlas en interiores. Del día a la mañana cualquiera que quisiera acceder a una sala de cine, comprar en un supermercado o acceder a un trámite en la administración pública podía hacerlo sin mascarilla. Solo se mantendría en el transporte público, los hospitales y centros de salud, residencias de ancianos y farmacias, por haber demostrado ser focos de enfermedad y por ser frecuentados por personas vulnerables. 

Los expertos consideraron la medida anunciada por la Ministra de Sanidad, Carolina Darias, «apresurada» y advirtieron del precio que podría costar para el devenir de la pandemia. Así trataba de evidenciar los problemas asociados a esta decisión el vicepresidente de la Sociedad Española de Epidemiología, Óscar Zurriaga: «El uso de la mascarilla en interiores es una medida muy icónica, y muy visible, y su eliminación también transmite el mensaje de que ya no hay necesidad de ninguna medida». 

Cuando llegó el momento de la verdad, fueron muchos los que decidieron continuar utilizándola por precaución. Aunque no fue fácil recuperar la confianza perdida en el aire respirable, pronto la mascarilla perdió la relevancia que había ganado a pulso. La mascarilla cayó en el olvido y con ello también llegaron los despistes. ¿Quién no habrá rebuscado entre los recovecos del bolso en busca de una deformada mascarilla que le permita entrar en la farmacia o ha pasado por alto que la protección haya sido usada por otra persona para poder acceder a un transporte público?

A partir de este miércoles, las mascarillas también dejarán de ser obligatorias en los transportes públicos. En el Consejo de Ministros celebrado ayer se aprobó modificar el Real Decreto actualmente en vigor, de 19 de abril de 2022, para poner fin a esta norma. De esta manera, ni en la guagua, ni en el tranvía, ni tampoco en taxis, barcos o aviones será necesario cubrirse la boca para entrar. La Ministra de Sanidad, Carolina Darias, no obstante, ha recordado que se mantiene la obligatoriedad del uso de la mascarilla en centros y servicios sanitarios y en las oficinas de farmacia y en los botiquines y para los trabajadores de centros residenciales. 

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