San Cristóbal de La Laguna, en Tenerife, está llena de historia pero también de misterio. La Unesco la declaró en 1999 Patrimonio de la Humanidad casi medio milenio después de que los conquistadores -también llamados adelantados- se asentaran en ella y funcionara como capital de la isla hasta comienzos del siglo XIX. Fue construida basada en un plano de cuadrícula que luego sería el modelo exportado para las grandes ciudades coloniales que se desarrollaron en el Nuevo Mundo. Tras la conquista de Canarias importantes comerciantes se establecieron en esta ciudad y pronto empezaron surgir imponentes casas y palacetes que, en muchos de los casos, han llegado hasta estos tiempos que nos ha tocado vivir.

Cargada de historia, pero también de mitos y leyendas, San Cristóbal de La Laguna es también ciudad universitaria lo que le imprime también un característico ambiente que se mezcla entre los turistas que la visitan, los vecinos de toda la vida y quienes se han mudado a sus zonas residenciales buscando una calidad de vida que en pocos lugares más de la isla se siente.

En uno de esos palacetes construidos en La Laguna a finales del siglo XVI, la conocida Casa Lercaro que hoy es el Museo de Historia y Antropología de Tenerife, ocurrió la historia que se ha convertido en leyenda, en uno de los misterios más famosos de Canarias y que tiene que ver con un fantasma, el de una joven llamada Catalina Lercaro que se quitó la vida por quererse casar con el hombre con el que su padre le había concertado el matrimonio.

La familia Lercaro

La familia Lercaro era adinerada y hacía poco que se habóia asentado en la Isla. El cabeza de familia, Francisco, era un comerciante; un burgués que quería emparentar a su hija con algún hombre que no solo tuviera dinero también poder o títulos. Así, Francisco Lercaro concertó el matrimonio de su joven hija con un hombre de avanzada edad, un cacique local con propiedades en la Isla y dedicado al comercio de esclavos. Un oscuro negocio que entonces no era mal visto y que reportaba grandes riquezas, por lo que la dote sería muy suculenta si se consumaba el enlace ente este y una jovencísima Catalina.

A Catalina, solo escuchar el nombre de aquel viejo, le causaba repulsión y asco. La víspera de la fecha en la que se había fijado el enlace nupcial, Francisco Lercaro le recordó a su hija que preparara el traje que se le había hecho a media para tal ocasión. La joven corrió a su cuarto, se encerró allí y se sumió en un profundo llanto durante horas. Sus padres intentaron hablar con ella, pero no les hizo caso y no les abrió la puerta.

Catalina acabó agotada y se dejó dormir sobre la cama, despertándose en mitad de la noche. La casa estaba sumida en un profundo silencio, por lo que supuso que tantos sus padres como los empleados del servicio estaban durmiendo. Era el momento de intentar huir del amargo futuro que le aguardaba en apenas unas horas si se quedaba en sus aposentos. Así que, abrió la puerta y descalza comenzó a caminar por los largos pasillos de la casona; unos pasillos de madera que si se caminaba por el centro crujían provocando un gran ruido. De puntillas y pegada a la pared, salió por la cocina hasta uno de los patios vestida solo con un camisón blanco. En aquel espacio al aire libre intentó encontrar un lugar por el que escapar trepando aquellos muros, pero no encontró ninguno y las llaves de la casa las tenían a buen recaudo su padre y los sirvientes.

Casa Lercaro.

Encontrada en el pozo

Desesperada y llena de rabia se encontró Catalina Lercaro en aquel patio en el que estaba el pozo de agua de la propiedad y en un arrebato se lanzó a él para quitarse la vida ahogándose y poner fin así a su dolor. Y es aquí donde la historia termina y comienza la leyenda, pues aseguran que desde aquel mismo instante el palacete se convirtió en un lugar lúgubre y triste.

Al alba, los sirvientes de los Lercaro se levantaron y empezaron a preparar las viandas para ese día. Entonces, una de las sirvientas de la cocina salió para coger agua del pozo y al tirar el cubo escuchó algo extraño, distinto al sonido que habría hecho al caer al agua como hacía siempre. Se alongó para intentar ver qué era lo que impedía que el cubo llegara al agua y al fijarse bien, vio un cuerpo flotando con un camisón blanco y enseguida la reconoció para gritar: "¡Niña Catalina!". La joven Catalina había quedado flotando boca arriba, con los ojos abiertos y la mirada fijada en el cielo como si pretendiera buscar allí la libertad que había ansiado en vida.

Aquellos desgarradores gritos se escucharon en toda la casona y los padres de Catalina bajaron corriendo hasta el patio para ver qué era aquel jaleo. Francisco Lercaro no se lo podía creer, su hija se había quitado la vida y desde entonces la pena le consumiría.

Días más tardes, los padres de Catalina quisieron enterrarla en el cementerio, pero recibió la negativa del clero, desde el obispo hasta el capellán o sacerdote más humilde. A pesar de intentarlo con la entrega de ciertas cantidades de dinero, la respuesta siempre fue la misma: "Se ha suicidado y no puede ser enterrada en camposanto". Como no encontró alternativa, Francisco Lercaro acabó enterrando a su hija en otro de los patios interiores de la casa.

Casa Lercaro

El fantasma

No tardaría mucho en regresar Catalina a la que había sido su casa, en la que había sido feliz hasta que su padre la quiso casar y no le quedó otra escapatoria que la desesperada de quitarse la vida. Los sirvientes comenzaron a comentar entre ellos que oían ruidos extraños por toda la casona, que escuchaban pisadas en los pasillos de madera, que veían sombras de alguien que luego no estaba en la estancia donde las veían; incluso, una de las sirvientas encargadas de hacer las camas y limpiar los aposentos de la familia, aseguró haber visto a la difunta Catalina recostada sobre la que había sido su cama. Y una de las más aterradoras visiones fue la que aseguró haber experimentado una de las sirvientas más jóvenes de la casa, y es que cuando fue a coger agua al pozo para usarla en la cocina, vio cómo el agua se había teñido de rojo al fondo del pozo y ante esa visión se le apareció súbitamente espectro de Catalina.

Pero los sirvientes no fueron los únicos en padecer estos fenómenos extraños, los padres de Catalina también los padecieron y tuvieron que dejar la casa mudándose a La Orotava, donde el fantasma de su hija ya no les persiguió.

En realidad, Catalina Lercaro sigue en esa enorme casona convertida hoy en museo y no son pocos los extraños relatos que algunas personas cuentan haber sentido entre esas gruesas paredes. Al menos una decena de testigos, entre los que se encuentran algunos vigilantes, describen cómo se escuchan las vibraciones de las vitrinas acristaladas en medio de la noche, o incluso durante el día cuando en esa zona de la casa no transita absolutamente nadie. Golpes en paredes y techos, sombras alargadas y oscuras que se extienden por los bajos de las paredes de patios y escaleras, como si se tratase de un difuso cofrade enlutado y poco perfilado, o repentinos azotes de aire gélido en la antigua cocina de la casa.