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La mirada de lúculo

Memorables sardinas nuestras

Existe tanta mitología alrededor del pescado más popular que a su suculencia habría que añadirle ilustración

Memorables sardinas nuestras

Los bancos de peces se acercan a finales de abril a la costa atlántica tras haber invernado en aguas meridionales y profundas. Su carne empieza a ponerse aromática y mantecosa. A partir de entonces comienza la temporada de la sardina, que llega hasta finales de octubre

La sardina es para mí y a mi modesto entender lo que la magdalena a Proust, ese anticipo de la memoria recobrada. Existe, además, sobre ella tanta mitología que a su suculencia habría siempre que añadirle, además de sal, ilustración. Se ha dicho que aprecia el sonido de los instrumentos y que si los tiene cerca saca la cabeza fuera del agua para escucharlos. También que es un acicate para los grandes bebedores, ya que excita la sed y empuja a beber una vez que hemos dado con el vino adecuado. Sobre este particular no tengo duda, son esos tintos gallegos de cierta acidez los que mejor acompañan a la sardina asada rechoncha, entronizada por su magnífica grasa.

El nombre de la sardina nos lleva por sus origenes a Sardinia (Cerdeña), curiosamente un mar poblado por mújoles. También es objeto de inspiración de una de las expresiones francesas más populares cuando alguien en el vecino país quiere referirse a una historia increíble o exagerada, «c’est la sardine qui a bouché le port de Marseille» («es la sardina que taponó el puerto de Marsella»), y que circula desde el siglo XVIII debido a una tergiversación ortográfica.

En 1779, una fragata de guerra, la Sartine, bautizada en honor del ministro de Marina de Luis XVI, Antoine de Sartine, había zarpado con bandera blanca desde Pondicherry, en la India, con prisioneros franceses liberados de vuelta a casa. Tras varios meses de navegación, ya en aguas mediterráneas, un barco británico abrió fuego y el capitán de la tripulación murió. La Sartine, finalmente, logró regresar a Marsella pero sin un comandante a bordo. Al aproximarse a la entrada del Puerto Viejo, un error de navegación envió a la fragata contra las rocas antes de hundirse y bloquear el canal que marca la entrada. Sus altos mástiles la obstaculizaron durante muchos días y ningún barco podía entrar ni salir. Con el paso del tiempo, las lenguas se bifurcaron y la propia historia distorsionó el nombre del barco, dejando la idea general de que una sardina había taponado el puerto de Marsella. En vez de Sartine, quedó sardine (sardina en francés). De la fragata hundida pronto no hubo ni rastro y tampoco se encuentran muchas sardinas en los puestos de los mercados marselleses. Lo mismo que cuesta encontrarlas en la preciosa ciudad atlántica de Royan, que tiene la fama entre nuestros vecinos franceses de contar con las mejores sardinas del país.

Gastronómicamente y por estas fechas, no se me ocurre escribir de nada mejor que de este maravilloso pescado. Los bancos de peces se acercan a finales de abril a la costa atlántica tras haber invernado en aguas meridionales y profundas. La carne de las sardinas empieza a ponerse aromática y mantecosa. Es a partir de entonces cuando comienza la temporada que llega hasta finales de octubre. Entre julio, agosto y septiembre, la sardina se halla en su apogeo: a los aromas y la finura de su carne, se suma la grasa que va adquiriendo hasta convertirse, recién pescada, en un bocado exquisito. La humilde sardina es venerada en las poblaciones de costa desde el Mediterráneo al Cantábrico. En Galicia madrugan y dicen: «Por San Xoán a sardiña pinga no pan». En todo Portugal, pero especialmente en Lisboa, es poco menos que totémica. En las Fiestas de Santo Antonio, en el mes de junio, son las protagonistas de los braseros en las calles, desde el Barrio Alto a la Alfama.

¿Por qué el verano? Al subir la temperatura del agua, aumenta también el plancton del que se alimentan las sardinas, que gozan de un excelente apetito. Sobrealimentadas y con suficiente grasa, su sabor mejora considerablemente. El engorde, a veces de forma natural, otras forzado, es esencial en todo producto gastronómico. Por su tamaño y figura más o menos estilizada se conoce a las tres clases de sardinas ibéricas, empezando de grandes a pequeñas por la xouba, gallega y portuguesa, la más apreciada de todas para asar: llegan a medir hasta veinte centímetros. Luego están las sardinetas del Mediterráneo, que miden entre diez y quince centímetros y tienen un tamaño ideal para filetearlas y comerlas marinadas. Finalmente, las mariquillas, de entre seis y doce centímetros, que los andaluces utilizan para el popular espeto de los chiringuitos playeros.

La sardina, insisto, cuando es fresca está buena asada —con su tripa— pero también a la sal, cruda marinada, o en escabeche. De cualquier modo que se prepare, la cocción, tanto si es con fuego como con el limón del adobo, tiene que permitir que el pescado quede jugoso. Nadie que le guste comerlas en su mejor momento se cansará de hacerlo a la plancha o a la brasa, como se acostumbra en el Cantábrico y en otras aguas atlánticas, pero por si acaso voy a resumir en unas líneas la pasión siciliana por la pasta con le sarde, uno de los grandes platos típicos de Sicilia, que conjuga a la perfección sabores salinos y anisados.

Para hacer unos bucatini con sardinas, hay que poner primero a hervir los bulbos de los hinojos en abundante agua, escurrirlos una vez cocidos y triturarlos. Dorar unas cebollas muy picadas y mezclarlas acto seguido con filetes troceados de anchoas. Añadir las sardinas desespinadas y troceadas a la mezcla, incorporar los hinojos con la sal y la pimienta y cocer a fuego lento durante cinco minutos. A continuación se agregan la misma cantidad de piñones que de uvas pasas y azafrán. En el agua de los hinojos se cuecen los bucatini y cuando están a punto se mezclan enérgicamente en la cazuela con la salsa. Deben reposar al menos diez minutos. Es una pasta que se suele comer templada.

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