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De belingo nos vamos al mundo

Lo que empezó con un turista reportando guerras persas ha culminado en uno de los grandes fenómenos sociales de los siglos XX y XXI

Cartel de principios del siglo XX de la Yeoward Line publicitando sus viajes turísticos desde Gran Bretaña a las dos capitales canarias y con escala en Lisboa, de ocho días de duración. | | FEDAC

Es de antiguo el debatir quién es turista y quién viajero. Pero es el poeta grancanario José María Millares Sall el que atina en la diana sobre el primer concepto, con la letra de su himno a la aventura De belingo nos vamos pal monte.

En cuatro párrafos despacha el fenómeno. Un animoso grupo que tira hacia lo lejos en un medio de transporte, el pirata, y con ánimo de parranda, de ahí lo echarle vino tino a ese coche que no arranca. A eso le añade una pizca de emoción, con la inglesa soñadora que ver el cielo quería siempre azul y a todas horas, y un final de arrebatadora pasión cuando con un guanche fue a dar y comió mojo picón.

Unos 2.500 años antes de esta subida a las medianías musicada por Millares Sall, llegaba al mundo Heródoto de Halicarnaso, que se marcó la tarea de describir las pugnas entra persas y griegos emprendiendo giras exploratorias que, en muchas ocasiones, terminaban en informes cargados de anécdotas y chascarrillos del vivir de otros pueblos y sociedades, y que delataban de alguna manera su placer por el viajar. A él se le tilda en según que ámbitos, el mérito de ser el primer turista de la historia. Un ‘cargo’ más simbólico que honorífico, sobre todo si se tiene presente que para afianzar el concepto ‘turista’ aún se tuvo que esperar al siglo XVIII.

En sus vísperas, en 1690, el médico y filósofo John Locke publicaba la obra Ensayo sobre el entendimiento humano, en la que viene a señalar que el entendimiento es una tabla rasa que solo materializa las ideas a partir de la experiencia a través de los sentidos, en una primera fase, y en la reflexión sobre lo experimentado en una segunda. Ahí clava las bases del empirismo.

La aristocracia inglesa del XVIII toma nota. Y a sus jóvenes estudiantes, una vez terminada la formación en aulas y seminarios, los envía por periodos que iban desde los seis meses a varios años por la Europa más exuberante, que tenía su magia cumbre en Florencia, Roma o Venecia. A esa ‘asignatura extra’ se le conocía como el Grand Tour, origen del vocablo inglés tourism.

Pero aún no es turismo en estado puro, ya que su finalidad no era tanto el ocio y el contemplar como la formación, un fin expreso que marca la crucial diferencia entre el homo viajero y el homo turista. Será con el siglo XIX y la irrupción de la Revolución Industrial cuando aquellos viajes formativos pierdan su esencia a favor de una nueva tendencia, aún no de masas, pero que amplía el movimiento de las personas a cuenta de la creciente burguesía y por un estrafalario invento de 1825 bautizado como Locomotion, de George Stephenson, primera locomotora en condiciones de arrastrar vagones de carbón, para cinco años más tarde, con la valiente The Rocket, crear la primera línea de transporte público, la de Manchester-Liverpool, sorteando una distancia de unos 50 kilómetros.

Cabe reseñar que este prehistórico paso para el hombre preturístico, fue más que un brinco para la humanidad, porque resultó la espoleta que la puso en marcha. Para entender el mecanismo hay que destacar que en coche de caballos cubrir de un punto a otro doblaba literalmente el tiempo de viaje que ahora prometía Stephenson, que lo reducía a dos horas y 25 minutos, y sus potenciales clientes auguraron que tal fogalera aplastarían los pulmones del pasaje.

Esos primeros desplazamientos no solo eran un viaje geográfico, sino también temporal. Y una vez demostrado que los pulmones llegaban en el mismo estado que habían salido surgió un segundo gran problema. La hora en la ciudad de destino no cuadraba con la hora del punto de salida.

De repente, con personas que iban y venían en grandes grupos sin mayor ánimo que la novelería, los administradores de las líneas tuvieron que pactar la hora para organizar las salidas y llegadas, sí, pero también para evitar accidentes de trenes pisando la misma vía en direcciones contrarias -que también los hubo-, poniendo como referencia la de Londres para disgusto de los habitantes de los pequeños pueblos, que tuvieron que renunciar a su hora de toda la vida. Con todo ello también empezó la edad dorada de los fabricantes de relojes de bolsillo.

Con las cosas ya algo más en orden aun ebanista y pastor baptista llamado Thomas Cook, que veía en las copas el origen de todos los males, le surge la ocurrencia de fletar un tren para 500 acólitos de la Midland Counties Railway desde Leicester a Loughborough para que la parroquia asistiera a un congreso antialcohol en 1841. Esta gira ferroviaria era de 19 kilómetros, al precio de un chelín por pasajero, y fue publicitada con su cartelería incluida.

Había nacido la agencia de viajes, que con el tiempo se convierte en tan gigante touroperador que su quiebra, en 2019, dejó 600.000 pasajeros guindados en sus puntos de destino, obligando a los gobiernos a ejecutar la mayor movilización de personas desde la II Guerra Mundial.

De vuelta al XIX, mientras en el continente se dibujaban las líneas férreas en sus cuatro puntos cardinales, el imaginario británico de la pujante época Victoriana se nutría del exotismo de los destinos por explorar, de las impenetrables selvas, los desiertos imposibles o el humo que truena, Mosi-oa-Tunya: Las cataratas Victoria, descubiertas para el mundo, que no para los locales, por David Livingstone. El explorador no estaba allí por turismo, pero las circunstancias en las que llega por encargo de la Royal Geographical Society a lo que cree las fuentes del Nilo, y su mítico encuentro ya casi moribundo en el lago Tanganica el 10 de noviembre de 1871 con el periodista del New York Herald, Henry Morton Stanley, -«el doctor Livingstone, supongo»-, le convierte en su momento en un icono del viajero de aventuras.

Era el siglo en el que también arriban a las Islas Canarias científicos, militares de alto copete, artistas y escritores que recalan en un lugar que, aunque sin cataratas ni selvas, emergía del insondable Atlántico como ocho extraordinarias gemas de la naturaleza, asocadas en un clima irrepetible.

En la obra Narrative of a Voyage to Madeira, Tenerife and along the Shores of Mediterranea, escrita por William Wilde, padre de Óscar Wilde, tras su visita a Tenerife en 1837, no solo queda prendado de las bellezas del Valle de La Orotava, sino que apunta la bondad de un tiempo primaveral para aquellos que padecen lo mismo de neumonía que de tuberculosis. Lo mismo hace, entre otros, Salmer Brown, autor de la primera gran guía de las islas, Madeira, Canary Islands and Azores, de forma que los primeros dos grandes hoteles que se levantan en el archipiélago, Gran Hotel Sanatorio Taoro en Tenerife en 1886, y cuatro años después, el grancanario Santa Catalina, se enfocan a un turismo de oxígeno puro y agua mineral. Es la década en la que recala, en 1883, la intrépida Olivia Stone, una de tantas mujeres de la época a la que se deben en gran parte de la iconografía de la Canarias del XIX en Europa, como la pintora Elizabeth Heaphy de Murray; la escritora y artista Anna Brassey; o la acuarelista Marianne North.

Stone resulta un revulsivo con la publicación de Tenerife y sus seis satélites, en los que recorre prácticamente todo el archipiélago y pone el índice en la conservación no solo de su naturaleza sino de su patrimonio arqueológico, como hace con Cueva Pintada de Gáldar en el que llama a la administración a adquirir el yacimiento para su preservación.

El cambio de siglo llega parejo a la creciente exportación de fruta. Es ahí cuando alonga de nuevo Thomas Cook, quién recurre a la naviera Yeoward –establecida en las islas en 1899-, para pergeñar un combinado de fruta y pasaje, en los que los turistas salían de Liverpool y llegaban a las dos capitales canarias tras ocho días de una navegación que ncluía una escala en Lisboa.

Con las preceptivas idas y venidas de la historia, con dos guerras mundiales y una civil, hay que esperar a 1957 a que llegue un avión a Gando que resulta el primer charter de Canarias, el de la compañía sueca Transair AB, con 54 felices pasajeros a bordo que simbolizan lo que está por venir.

Menos de una década después se produce el boom turístico. Las áridas vertientes meridionales de las dos islas capitalinas, hasta aquél entonces tierra de cabra y tomatera, se salpican de un nuevo elemento arquitectónico: el apartamento, con una versión más exclusiva aún, el bungaló.

La pujanza económica de una Europa recuperada tras las contiendas y la irrupción del estado del bienestar con sus insólitas vacaciones remuneradas, que en España no se generalizan hasta esos años 60, hicieron el resto, convirtiendo a Canarias en uno de los principales destinos turísticos del mundo, no en balde, en 2017 estuvo a punto de rebosar la asombrosa marca de los 16 millones de visitantes anuales.

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