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Estudiantes pescados por el anzuelo digital

Ahora que la apuesta por la digitalización en el ámbito educativo es contundente, clara y definida, por todo aquello que nos enseñó (y a la vez destapó) la pandemia, se hace necesaria una reflexión profunda sobre su alcance, su sentido y sus repercusiones, aspectos clave para educar a una juventud responsable y alineada con los problemas de nuestro tiempo.

El reciente Real Decreto ministerial que establece el marco de ordenación curricular para la ESO en España, por ejemplo, destina un grueso horario importante a la materia de Tecnología y Digitalización, superior incluso al de asignaturas tradicionales como Biología y Geología, Física y Química o Música. Ahora que se confirma también que la Filosofía (columna vertebral del pensamiento) podrá no tener presencia en ningún momento de la enseñanza básica (las comunidades autónomas lo decidirán en su concreción, en última instancia), llega el turno de preguntarnos, en el terreno de la educación ética y crítica ciudadana, qué tipo de formación digital es la que queremos darle a las nuevas generaciones para que también forme parte de esas competencias clave de las que tanto se habla.

En cuanto a recursos materiales y tecnológicos, el impacto de la digitalización traerá consigo una ingente dotación de medios –de hecho, ya está sucediendo–, sin precedentes, en unos centros escolares que estaban acostumbrados a sobrevivir con equipos obsoletos y con una conexión a Internet deficitaria; como muchos recordaremos, la obsolescencia de los recursos digitales de la escuela era una de las quejas habituales de los claustros docentes, que casi tenían que hacer malabarismos para que su alumnado pudiera trabajar con un equipamiento informático en condiciones.

De aquí en adelante, sin embargo, el panorama va a ir cambiando poco a poco, en línea con lo expuesto en el Plan España Digital 2025 y en programas escolares como Educa en Digital. Los Presupuestos Generales del Estado para 2022 contemplaron, así, la asignación de 341,5 millones de euros solo para la transformación digital de la educación, mucho más que para otras estrategias relacionadas con la equidad educativa: este es un proceso imparable fruto de la evolución y de los nuevos requerimientos sociales, bajo el paraguas también de los planes de acción de la Unión Europea.

Pero esta contundente apuesta política debe llevar aparejada una estructura base curricular concreta y sólida sobre cuestiones morales –y también relacionadas con los derechos humanos– que entran en confrontación con la expansión de la cultura digital, y que, a su vez, deben ir de la mano. Es cierto que los más pequeños van a empezar a crecer en los espacios escolares rodeados de tabletas de última generación, de ordenadores más avanzados e incluso de pantallas interactivas que progresivamente irán sustituyendo a las pizarras tradicionales en cada aula. Pero esta emergencia imperiosa que es consecuencia de lo que aprendimos de la ya famosa brecha digital debe proveer los procesos de enseñanza de una perspectiva crítica sobre los riesgos y limitaciones de este universo, de la identidad en la redes, de la privacidad, del derecho a la intimidad y de la protección de nuestros datos personales, y más cuando hablamos de menores de edad, en línea con los derechos de la infancia.

Una expansión descontrolada de la tecnología puede provocar un efecto pernicioso en un alumnado que ya pasa gran parte de su tiempo libre sumergido en pantallas y redes sociales, muchas veces sin filtro ni control. Por ello, la escuela debe configurar, con el apoyo institucional, un marco que salvaguarde a los menores de una imparable vorágine tecnológica en la que las grandes beneficiadas son las bigtech: gigantes empresariales que han visto crecer sus beneficios a un ritmo vertiginoso desde la declaración mundial de pandemia.

¿Ello tiene que llevarnos a frenar la expansión de la digitalización en los centros escolares? No, no se trata de eso, ya que la competencia digital, como la lingüística o la plurilingüe, está ahí, como fruto de las necesidades de nuestro tiempo; se trata más de educar críticamente en las consecuencias del auge descontrolado de este rostro del capitalismo y su repercusión, por ejemplo, en la creciente desinformación, en la manipulación de la opinión pública o en la tiranía de los ciberanzuelos o el clickbait que fagocitan la formación de una ciudadanía crítica, madura y responsable. Y ello es ahora más necesario que nunca, en el momento en que la Filosofía, a pesar del clamor popular, podrá no estar presente en las etapas obligatorias de la enseñanza.

Y hablando de filosofía: María Zambrano, en Persona y democracia (1958), mantenía que la sociedad democrática es aquella «sociedad en la cual no solo es permitido, sino exigido, el ser persona». El «ser persona» urge más que nunca en la era del centelleo efímero de la posmodernidad, del cliqueo constante y muchas veces vacuo de una sociedad de la información en la que las noticias falsas y los titulares engañosos pueblan la parrilla informativa que caza nuestro atrevido desconocimiento sobre todo a través de redes sociales, solo para incrementar beneficios.

Una ética ciudadana, en definitiva, que precisa hoy en día de su presencia en la cotidianeidad del sistema educativo, para crear esa conciencia tecnológica crítica que forme al alumnado en esta dialéctica imperante de la era del conocimiento: aquella en la que, sin filosofía, perseguimos, sumergidos entre los rápidos de un río que no cesa, un anzuelo digital que nos pesca y nos atrapa una y otra vez en la culminación de otra brecha, la de la ignorancia, en una sociedad que, en términos orteguianos, se ha dejado arrastrar no por la rebelión sino por la sumisión de las masas.

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