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Opinión

Una solución fácil para los sentimientos complejos

Una solución fácil para los sentimientos complejos

Según datos del propio Ministerio de Sanidad, España encabeza el consumo mundial de psicofármacos, que en 2020 aumentó un 4,5% y superó por cada 1.000 habitantes las 91 dosis al día. El personal sanitario, principalmente de atención primaria, recetó 54 millones de cajas de ansiolíticos y 45 millones de antidepresivos. En esta misma línea, un estudio elaborado por el CIS en la primavera de 2020 mostró que el 6,4% de la población había acudido a un profesional de la salud mental desde el inicio de la pandemia, el 43% por ansiedad y el 35% por depresión. Todos los expertos coinciden en que el problema va en aumento.

Esta tendencia ascendente en el consumo de psicofármacos es un problema de salud pública en la mayoría de los países occidentales y desarrollados económicamente. No solo es un problema de España y ya iba en aumento antes de la pandemia. Si bien hay que destacar que el confinamiento y todas las restricciones sufridas debido al covid-19, ha exacerbado muchas desigualdades existentes y que lamentablemente, por numerosas razones socioeconómicas y culturales, han afectado en mayor magnitud a las mujeres y a las clases sociales más desfavorecidas. En particular, las personas cuyo salario no permite cubrir las necesidades básicas del hogar parecen estar consumiendo más tranquilizantes y somníferos que las que sí pueden cubrirlas. El uso problemático internet, las redes sociales, pornografía, juego online, videojuegos, etc. también han contribuido a un mayor aislamiento, mayor sedentarismo, alteraciones del sueño y por tanto ha contribuido a un aumento de la sintomatología negativa.

Entre los efectos adversos del aumento del consumo de psicofármacos se encuentran: elevado potencial de provocar dependencia y tolerancia, síndrome de discontinuación de los  antidepresivos, aumento de la tensión arterial, aumento del riesgo de sangrado gastrointestinal, reducción de la densidad mineral ósea, riesgo de malformaciones del feto, somnolencia diurna, disminución de reflejos, caídas y fracturas en ancianos, así como mayor riesgo de trastornos de memoria que pueden simular demencia y/o muertes «accidentales» por su consumo. Síntomas que se ven agravados cuando se consumen sin prescripción y control sanitario. Son varios los motivos y por tanto las posibles soluciones que deben ser complementarias para abordar esta problemática. Por cuestiones de espacio, destacamos solo dos de ellas:

El primero es la psicopatologización y medicalización de los problemas de la vida cotidiana, las reacciones emocionales negativas, como la frustración, la rabia, el sufrimiento o la pena. Los sentimientos normales que surgen ante el enfrentamiento de la realidad cuando esta no se ajusta a nuestras expectativas (frustración, tristeza, ansiedad o soledad) son redefinidos como síntomas de un trastorno o como objeto de atención psiquiátrica o psicológica, porque se ha dado un giro en cómo se afrontan. En un mundo cambiante, impredecible y con altos niveles de incertidumbre tendemos a no aceptar que cierto grado de sufrimiento es algo inevitable y llegamos a interpretar cada dolor o frustración como un indicador de la necesidad de intervención. La ansiedad y la tristeza, cuando están motivadas por esas circunstancias adversas, no son enfermedades ni, por tanto, susceptibles en general de tratamiento psicológico o farmacológico. Sin embargo, hemos desarrollado una intolerancia a la frustración y al sufrimiento, que tratamos de calmar con fármacos, en muchas ocasiones con la propia automedicación y autoconsumo. Sin embargo, cabe y debemos diferenciar la reacción de la mayor parte de la población, que está hastiada, desmoralizada, triste o atemorizada, lo que son síntomas probables dadas las circunstancias actuales, pero presentan un carácter temporal de una intensidad leve, con poca influencia en la vida general de las personas. Ahora bien, cuando hablamos de trastornos nos referimos a síntomas que se prolongan en el tiempo, que interfieren con el funcionamiento diario de las personas, que generan un elevado grado de malestar emocional y que seguramente y con toda seguridad necesiten tratamiento profesional. 

El segundo es la falta de acceso a intervenciones no farmacológicas. La pandemia ha acentuado esta tendencia, ha aumentado la demanda y, ante una atención primaria colapsada, con escaso tiempo para escuchar a las personas y que no puede ofrecer alternativas, ha generado un incremento de estas prescripciones. Ya antes de la pandemia, dos de cada tres pacientes con trastornos de ansiedad o depresión eran tratados por el personal sanitario de atención primaria, esencialmente con fármacos, con una baja tasa de remisión y frecuentes recaídas, diagnosticándose depresión en más del 38% de los casos, ansiedad en más del 25% y somatizaciones en más del 28%. Debido a la escasez de psicólogos clínicos en atención primaria y a que, en los centros especializados de salud mental, con una ratio de psicólogos y psiquiatras inferior a la recomendada por la Unión Europea, actualmente no se puede ofrecer al usuario un abordaje psicológico con el objetivo de reducir la prescripción farmacológica, o las listas de espera son interminables. Mientras que en otros países como Reino Unido y Noruega han facilitado el acceso a la atención psicológica en el sistema sanitario público con resultados muy satisfactorios. 

Sin embargo, la otra cara de la moneda ofrece un panorama y futuro más esperanzador. Cada vez tenemos más información sobre las interacción cerebro-mente-conducta. En general, las personas somos más conscientes de nuestra salud mental y de cómo esta se relaciona con la salud física y emocional. Muchos profesionales y los medios de comunicación se esfuerzan por desestigmatizar los trastornos mentales y normalizar emociones como la ansiedad o la tristeza. Muestran a personas con cierta relevancia social asistiendo a psicoterapia, otros ofertan recursos educativos y psicoterapéuticos como cursos de meditación, resolución de problemas y toma de decisiones, relajación, mindfulness, inteligencia emocional, el fomento de la práctica física/deportiva o la adherencia a hábitos saludables en centros socio-sanitarios-educativos, empresas y asociaciones, lo que contribuye a un aumento del autoconocimiento de las personas, un mayor apoyo social percibido, aumento de la autoestima y confianza en uno mismo, lo que sin duda mejora nuestro estado de ánimo con la consiguiente reducción del consumo de psicofármacos.

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