Alexandre Dumas, cocinero, ‘bon vivant’ y autor de un diccionario monumental de cocina, es también el creador de la inmortal novela ‘Los tres mosqueteros’

Senonches es una pequeña población francesa de traza medieval en el Valle del Loira. Cuenta con una iglesia de Notre Dame del siglo XII y un castillo. Allí, a poco más de 40 kilómetros de Chartres, se encuentra el Auberge de la Pomme de Pin, una antigua posada del siglo XVII, relevo de postas, llena de encanto y quietud que cuenta, además, con un notable restaurante. Mis posibilidades de haberme detenido en ese lugar hubieran sido seguramente menores de no tener a los mosqueteros como ídolos de la infancia, porque La Pomme de Pin, vivan las coincidencias, era también el nombre del figón parisino donde se reunían Athos, Porthos y Aramis, y más tarde mi héroe D’Artagnan, para sus festines o simplemente compartir los vapores del vino y el calor de la conversación. Festines de los que Aramis, el peor comensal de todos, solía ausentarse con las excusas de consultar a un casuista o escribir su tesis. Mientras que Athos le disculpaba con cierta melancolía, Porthos se tomaba su venganza diciendo que jamás pasaría de cura de aldea.

No cuesta hacerse cargo de la volatilidad de Aramis teniendo en cuenta que los mosqueteros desconocen la moderación. Piden varias botellas de vino para tomar un trago rápido y, en un momento, uno de ellos es capaz de consumir toda una bodega de borgoñas. Si Aramis planea comerse una tortilla con espinacas, sus amigos finalmente le convencen de que lo sensato es pedir un capón, una pierna de cordero y una libre con manteca.

Porthos es el paradigma de la glotonería que defendió su creador Alexandre Dumas, cocinero, bon vivant y autor de un diccionario monumental de cocina. Esa imagen de la inmortal novela en la que el mosquetero gigante juega con su criado Mousqueton mientras un rosario de perdices espetadas en un asador voltea en la lumbre, y en cada uno de los rincones de la chimenea hierven sobre los braseros las cacerolas con estofado de conejo y caldereta de pescado, con las botellas de vino vacías por doquier, resume el espíritu de aquellos estómagos poderosos prueba de que la Francia del siglo XVII fue también la era de los gourmands.

Esa teoría del tragaldabas es precisamente la que alimentaba Dumas cuando escribió que la primera preocupación del hombre es comer; tanto la del salvaje como la del civilizado, dos categorías que con el paso de los años no han acabado del todo de definirse. El salvaje come por necesidad, dice Dumas. El civilizado, por glotonería. Y más tarde cita las tres clases de apetito que existen. El primero de ellos es el que se experimenta cuando se está en ayunas, también conocido por hambre, una sensación imperiosa que no admite caprichos con las recetas y que se podría satisfacer con cualquier cosa que llevarse a la boca. El segundo es el que se experimenta una vez sentado a la mesa sin ganas, se prueba un plato suculento y se confirma el refrán de que el apetito llega comiendo. El tercero es el que se produce cuando, al final de la comida, después de habernos rendido ante varios platos suculentos somos retenidos por un último manjar y sucumbimos a la tentación de la sensualidad.

Todo esto, lejos del lenguaje inclusivo parece estar escrito exclusivamente para hombres, pero no es así. El mismo Alexandre Dumas constata en su Diccionario que fueron dos mujeres las primeras en dar ejemplos de glotonería: Eva, al morder la manzana en el Paraíso, y Proserpina, al comerse una granada en el Infierno. No hace falta añadir cómo acabó todo.

La glotonería tiene un ser superlativo en la gula. Y, según Dumas, un diminutivo, la golosinería, que se aplica a las personas que aprecian las cosas delicadas y sofisticadas. El glotón busca la cantidad; el goloso, la calidad. El glotón es gourmand; el goloso, gourmet. No sé dónde situar al peripatético foodie, de nuevo cuño, que atiende a las exigencias de la moda y a la costumbre extendida de utilizar expresiones en inglés. El foodie, o el comidista, digamos es una definición rápida de la propia urgencia de los tiempos que corren, un seguidor de cualquier tipo de comida y que no concuerda necesariamente con la cantidad ni con la calidad. Una especie de fronterizo emboscado.

«¡Bebamos mientras el vino está fresco. Bebamos de buena gana!», brindan los mosqueteros mientras vacían botellas de Borgoña, Beaugency y Anjou. En este último caso es el propio vino el que protagoniza una de las tramas de la universal novela de Dumas, el Anjou que se bebe a falta de champán o de chambertin. Y del que, en determinadas circunstancias como en Los tres mosqueteros, habría que abstenerse. El Anjou letal y turbio que iban a llevarse a los labios cuando milagrosamente lo impide la artillería de los fuertes Louis y Neuf.

Volviendo a Dumas, era un hombre consagrado a la literatura y al estómago, que, según él, dio a los seres humanos, al nacer, la orden de comer al menos tres veces al día, «para recuperar las fuerzas que quitan el trabajo, y, aún más a menudo, la pereza».