Cómodo y versátil, los tentáculos del pulpo son, con frecuencia, achicharrados en las planchas, y es que el cosmopolitismo culinario abunda en los menús casi tanto como el cefalópodo: forma parte de esa obsesión de aparentar vivencia y conocimiento en la cocina

Hay cosas que el cliente percibe en los restaurantes como tendencia y que, sin embargo, no siempre llega a preguntarse a qué se deben por simple pereza. Pongamos un ejemplo, ¿por que proliferan tanto los tentáculos de pulpo en las cartas? Uno entra dondequiera que sea, entre la diversidad de restaurantes de gama media, y se encuentra con un cefalópodo cocido o a la plancha. La última opción, impregnada del sabor calcinado del churrasco, la desaconsejo fervientemente.

No es raro tampoco que al lado del tentáculo le sirvan un puré de patatas, que cualquier establecimiento de medio pelo llama ahora parmentier para presumir de cosmopolitismo culinario. El cosmopolitismo culinario abunda casi tanto como el pulpo, forma parte de esa obsesión de aparentar vivencia y conocimiento en la cocina y que en más circunstancias de las deseadas lleva a resignarse comiendo mal. O comiendo peor sin tener constancia de haberlo hecho; existe algo en las modas que conduce a una floja aceptación.

Un amigo empresario hostelero me contaba no hace mucho cómo el pulpo se ha impuesto en los menús e incrementado la demanda al tiempo que su precio se ha disparado. Como contrapartida me ponía el ejemplo de las anchoas en salazón que, en cambio, ya no se piden tanto en los restaurantes como era costumbre. El precio de las anchoas, me decía, se ha mantenido como estaba. Se puede explicar con que últimamente hay costeras generosas. Pero el pulpo no es algo que escasee. Los pulpos abundan. Puede ser también que su omnipresencia en las cartas tenga su explicación en la comodidad del producto cocido y envasado que utiliza la mayoría para achicharrarlo en las plancha de sus restaurantes, cuyas cocinas, digámoslo claro de una vez, están limitadas y no cuentan con suficiente producción. Si, además de ello, satisface el interés de buena parte de los clientes no cuesta adoptarlo como animal de compañía.

Pero pese a su brazo alargado el pulpo tiene sus reglas y sus cosas. La tradición en Galicia mantiene que se debe cocer aunque se haya impuesto la moda de hacerlo padecer después en la plancha hasta secarlo. Se deja que el agua rompa a hervir y se mete y saca tres veces durante media hora aproximadamente para un pulpo de tamaño medio, con el fin de asustarlo. La mejor manera, dicen, es cocerlo en un caldero de cobre, como se acostumbra a hacer en romerías, establecimientos de hostelería y, también, en algunas casas.

Una vez cocido, este cefalópodo admite muchas variaciones, encebollado, con vinagreta, etcétera. Pero en Galicia, donde más se ha consumido a lo largo de la historia nacional, son tres las variantes que reinan sobre las demás: a feira, en caldeirada o a la gallega, que es como se prepara el famosísimo pulpo de la isla de Ons. En Ribadavia y en Carballino, Orense, he comido pulpo acompañado de cachelos y era difícil decidir qué estaba mejor, si el pulpo o los cachelos. En la disyuntiva de evitar comparaciones, cada vez que lo he pedido últimamente he renunciado a las patatas. También he comido pulpo en muchos otros lugares de Galicia y casi siempre hallé en su sabor una fragancia que acaba devolviéndome al mar. Si el pulpo se come tanto en el interior debe de ser, entre otras cosas, por su aroma evocador. Para mantenerlo lo mejor es preservarlo con su textura firme, cocción en su punto, con el embriagador jugo que desprende.

El gallego, en general, es muy pulpero, y el pulpo acaba trayendo al recuerdo a uno fabuloso, Álvaro Cunqueiro, y lo que escribió sobre él. «Antes lo más del pulpo que se cocía en las ferias de Galicia interior era de media cura o de cura entera —es decir, secado en la orilla del mar al sol y el viento—, pero ahora corre mucho el pulpo congelado. El pulpo llegaba a Lugo, Orense, a Monterroso o Carballiño, procedente de Mugardos, en la ría de Ferrol; de Bueu, en la de Marín, de Muros, de las islas y riberas de la ría de Arosa. Hubo siempre pulpeiras famosas de Sarria, por ejemplo, que andan de feria en feria con sus grandes calderas, con sus alcuzas para el aceite, con sus sacos de sal y de pimentón y sus platos de madera».

Por Cunqueiro me enteré del testimonio de aquel francés, Jacques Mabille de Poncheville, «quien haciendo el Camino de Santiago a pie hizo posada en Lugo, y saliendo a hacer el paseo por la gran muralla romana, entre las puertas de San Pedro o Toledana, y la del Castillo, en un campo entre dos cubos, vio a unas mujeres vestidas de negro que se azacaneaban encendiendo fuego debajo de unas inmensas calderas negras, y creyó que aquellas serían las brujas o meigas de las que le habían dicho era abundante Galicia, y que debían estar poco menos que preparando el aquelarre. Pero eran las pulpeiras de San Froilán».

A una de esas meigas de Cunqueiro, a las mismísimas pulpeiras de San Froilán, le encargaría con gusto un conjuro para que hiciera desaparecer de las cocinas actuales tanto pulpo maltratado por el calor inclemente de las planchas. Un cefalalópodo como es debido, hijo del pedrero, no merece, en ningún caso, el infierno.