Anthony Bourdain, al que jamás conocí pero siempre tuve en cuenta por su extraordinaria impronta como personaje, es uno de esos tipos irrepetibles e inolvidables. Hasta el punto de que después de su trágica desaparición firma libros sobre la celebración de la vida que en realidad han escrito otros. Como es el caso de Comer, viajar, descubrir, la irreverente guía gastronómica y de rutas, en la que Laurie Woolever, su colaboradora más estrecha, se ha preocupado de mantenerse fiel a las prescripciones del chef y escritor neoyorquino, mundialmente famosas en sus series documentales No reservations y Parts Unknow.

Este campeón de la conexión humana llamado Bourdain había empezado a preparar la guía de que hablo cuando en 2018 decidió inexplicablemente quitarse de en medio. Woolever, periodista, cocinera en varios restaurantes, editora y asistente en su día de Mario Batali, se basó en las conversaciones mantenidas con el jefe, en su experiencia junto a él y en un audio de una hora, para interpretar el sentido de la guía y darle el cauce que el propio Bourdain seguramente le habría proporcionado de permanecer vivo. Ahora, el lector agradece estos grandes éxitos reunidos en un solo libro. Quizás el resultado no sea suficiente para guiar cualquier alma indómita viajera por los rincones que abarca, pero sí colma la curiosidad de quienes lo perciben como un producto perfectamente bien editado de acuerdo con los gustos personales del autor fallecido.

Comer, viajar, descubrir se configura como una guía que abarca 43 países. Las entradas en cada lugar incluyen información sobre dónde alojarse y cómo moverse, pero el énfasis no está tanto en los aspectos prácticos de una ciudad como en el amor y la conexión de Bourdain con el lugar, sus experiencias allí y la manera en la que la comida se entrelaza con una cultura más amplia, con historias políticas locales y hasta universales.

Para proporcionar un contexto en torno a las palabras que Woolever extrajo hábilmente de los programas de televisión y los escritos de Tony, su colaboradora recopiló piezas cortas, pequeños ensayos, de amigos, colegas y del hermano del desaparecido, Christopher Bourdain, cuyas contribuciones son particularmente esclarecedoras de la vida que vivió el gastronómada al que le gustaban la comida callejera y los hoteles de lujo, dos aficiones que en circunstancias ordinarias podrían parecernos algo extravagantes pero que en su caso, y por la experiencia que guardo como telespectador de sus documentales, convergen de un modo plenamente digestivo. Sin mayores problemas.

Bourdain supo moverse por esa cuerda floja del equilibrismo left liberal que practica la América progresista. La comida es un aspecto esencial de sus guías televisivas ahora recopiladas en el libro, pero no solo ella. Al autor de Confesiones de un chef le gusta poner el pie en el estribo para conocer de primera mano las impresiones de quienes habitan las calles. Es verdad que viniendo de fuera eso no produce siempre los mejores resultados.

A Bourdain, dependiendo de lo que tuvieran preparado de antemano sus productores, lo podía engatusar con una realidad que no siempre se acerca a la del lugar que visita, allá donde aterrizaba de nuevas. En Canarias o en Luang Prabang. Y Tony, con la mejor voluntad y predisposición del mundo, tragarse lo que sea, no solo gastronómicamente. No es novedad. Le ha sucedido a él y ocurrirá con otros que pisan por primera vez terrenos desconocidos. No lo pillas fácilmente, el telespectador puede comprobar esos fallos de racord o de situación en los lugares que conoce, pero se le escapan los de otros donde jamás ha estado e ignora su realidad; allí existen nuevos telespectadores capaces de comprobar cómo a Bourdain se la dan con queso. Ley de vida. En otros lugares, la experiencia repetida permite pulsar una nueva tecla más precisa.

El cocinero escritor repitió las viejas experiencias de No reservations años después en Parts Unknown. En muchos casos el punto de vista no fluctúa, en Uruguay, por ejemplo, no solo son las carnes y las brasas del Mercado del Puerto de Montevideo, ni el método Mallmann del Restaurante Garzón, lo único que le atraen del país. Parece enamorado de él. «Es uno de mis países favoritos. De Uruguay hay que saber lo siguiente. Es progresista. La marihuana es legal. Es fácil abortar. Matrimonio gay, sanidad pública universal, educación gratuita, estudios universitarios incluidos. Y la democracia no es un juego. En las últimas elecciones votó el 96 por ciento electoral». Son contrastes que llaman poderosamente la atención de un liberal americano que se muestra asombrado de comprobar que existen en un país tercermundista, distinto y en cambio equiparable a otros de Asia, África o de la propia Latinoamérica en inferioridad de condiciones. La sanidad universal, incluso, puedo sonarle como un logro fuera del alcance en democracias avanzadas como su propio país.

Los seguidores de este Lou Reed de los fogones, entre los que discretamente me hallo, puede que no encuentren demasiado Bourdain en Comer, viajar y descubrir, y en él no exista suficiente información real para los trotamundos que buscan en las guías la solución. Laurie Woolever, en su deseo de permanecer fiel a las indicaciones y los gustos del patrón, es posible que se haya quedado en una tierra de nadie.

Probablemente en lugar de leer el libro muchos piensen que es mejor volver a revisar las decenas de episodios televisivos del famoso gastronómada para pillar la experiencia completa de los sisig filipinos, los gumbos y los po’ boys de Nueva Orleans, los perritos calientes de Chicago, los bocadillos vietnamitas bánh, los ceviches limeños o los piri piri de Mozambique. No obstante, no tengo ningún inconveniente en confesar que esta guía póstuma de Bourdain me ha gustado y permitido recordar la clase de personaje que era en un mundo que a veces se muestra irreverente sin serlo o, al menos, no alcanza en su irreverencia la pasión que ponía el inspirador de Comer, viajar, descubrir.