Jack Freeman llegó a España por mar. Pero no fue en patera y a escondidas. Llegó en el Aquarius, y desembarcó en el puerto de Valencia ante la expectación del mundo entero y los flashes de cámaras de centenares de medios de comunicación. España le ofreció refugio, tras nueve días en el mar que recuerda como una pesadilla. «Solo veíamos agua. Nos rescataron, pero ningún país nos dejaba desembarcar y solo había mar. Mal, muy mal», explica en un castellano que le cuesta más de lo que le gustaría. Él, que a sus 35 años domina el inglés y se defiende con soltura en francés, lo pasa fatal para poder entablar una conversación porque no encuentra interlocutor que hable esas dos lenguas. En el Aquarius viajaban 629 personas de diferentes países. Ninguna tenía entre sus previsiones llegar a España y todos agradecieron que así fuera, ya que la solidaridad valenciana les permitió una vida que otros les negaron. Sin embargo, el imaginario colectivo dibuja una solidaridad que no es real.

De los más de 600 migrantes que desembarcaron en Valencia, 374 formalizaron su solicitud de protección internacional. Eso significa que huyeron de sus países porque su vida corría peligro. Es un error pensar que estos migrantes fueron acogidos de forma definitiva por España porque no es así. Tres años después de su llegada, el Ministerio del Interior aún no ha tramitado ni la mitad de los expedientes recibidos y la gran mayoría de los que ha resuelto los ha cerrado con la respuesta que todos temen: petición de asilo negada. De hecho, el 95 % de las solicitudes de asilo en España se deniega. Eso significa el fin de la protección y la retirada de la conocida como «tarjeta roja», la documentación de los solicitantes de asilo. Que el Gobierno niegue la protección internacional implica dejar a esas personas en situación administrativa irregular. De un día para otro. Frente a los discursos de odio que aseguran que a los migrantes del Aquarius se les dio protección definitiva, vivienda y empleo, la realidad es bien diferente.

Los números están actualizados a fecha del 9 de abril de 2021 y los proporciona el Ministerio de Interior. Así, de los 374 peticiones de protección internacional, el Gobierno ha resuelto 153, y de ellas ha denegado 87. Por el momento solo ha concedido estatus de refugiado a 49 personas que viajaban en el Aquarius, 1 protección subsidiaria y 16 archivos. En total, de los 153 solicitantes de asilo un total de 103 se han quedado ya en situación irregular, es decir un 67% de los casos. En 2021, el Ministerio ha tramitado 35 expedientes y todos los ha denegado. Uno de ellos ha sido el de Moussen, la cara visible de los migrantes del Aquarius que ahora se ha quedado sin protección. Y es que en octubre de 2020 nació la Asociación Supervivientes del Aquarius con el objetivo de ayudar a migrantes recién llegados, realizar actividades, clases de español y tejer una red solidaria y de apoyo. Esta misma semana, cuando se celebraba el tercer año de su llegada y, de nuevo, eran protagonistas de los medios por un día, recordaron su situación administrativa y exigieron una regularización que les permite optar a una vida digna. Esa es la línea. Tener o no los papeles en regla.

Moses Von Kallon es el presidente de la asociación, uno de los que mejor habla español y ríe casi todo el rato, aunque no tiene demasiados motivos para hacerlo desde que quedó en situación irregular hace un mes, cuando le denegaron el asilo. Sin embargo, y en su caso, sabe que será fácil demostrar el arraigo. O al menos, así debería ser si se tiene en cuenta que su llegada a España fue una noticia retransmitida en medio mundo. Por eso, a la pregunta sobre de dónde es, su respuesta es inmediata: «Yo ya soy de aquí. Donde nací (Sierra Leona) no me queda nada».

Moses y Jack viajaron juntos en el Aquarius, pero antes también compartieron experiencias horribles en Libia. Ninguno quiere hablar de eso. Jack muestra algunas cicatrices. Las que se ven, claro. Marcas por todo el cuerpo por torturas horribles. Las cicatrices invisibles también están pero ni unas ni otras son motivo suficiente en demasiadas ocasiones para obtener la protección internacional. Y él teme que si las de Moses n o han sido suficientes para conseguir el asilo, las suyas tampoco lo sean. En agosto debe renovar su tarjeta roja seis meses más. Teme ese momento.

La única persona de este reportaje que sí ha conseguido la protección internacional, que está «legal» en el país y nada debería temer no quiere ni su nombre ni que salga su rostro, ni aportar detalles que la reconozcan en su país, a miles de kilómetros. Pero de su país, Nicaragua, sí quiere hablar. Ese es el único motivo de su participación en un reportaje que quiere mostrar la realidad de quienes aspiran a obtener el estatuto de refugiado en España, en la Comunitat Valenciana. Elige el nombre de Marina, tiene más de 40 años y su profesión está relacionada con el mundo jurídico. Habla de narcodictadura, de activismo social con miedo y terror «porque allí hay francotiradores que disparan al cuello de los manifestantes»; de crímenes de lesa humanidad, «de más de 350 muertos en tres meses, de más de 100.000 exiliados en tres años en un país de 6 millones de habitantes que es, además, el tercero más pobre de Latinoamérica». Habla de un ambiente de violencia que crece con ella, de inmunidad ante los abusos constantes «y de cómo la juventud sandinista es la ‘fuerza de choque’ de una dictadura corrupta y sanguinaria» que el mundo mira de perfil.

Pertenece a ese escaso 5% que ha conseguido la protección internacional en España y siente que ha traicionado a su país por haberse ido para salvar la vida. «Ser solicitante de asilo es vivir con la duda cada seis meses. En cada renovación se encoge el alma. Es vivir como en una competición muy dolorosa. Quién sufrió más, quién tuvo más dolor. ¿Por qué a mi sí y a otros no? No debería ser así», explica. Marina se alegró de obtener la protección, pero reconoce haber estado «15 días en shock. Porque fue la confirmación de que no iba a volver. Yo, que salí de allí convencida de que regresaría en un año y medio, supe que la dictadura era más fuerte y que lo que mas quiero sigue ahí mientras yo estoy aquí, a salvo». Habla despacio. Se emociona al recordar episodios dolorosos. Explica qué quiere contar y qué cuenta pero quiere que se omita en este reportaje. Tiene miedo de los suyos, de los que allí se quedaron. Le ha costado su tiempo, pero a Marina el estatus de refugiado también le ha servido para pensar en ella «y dejar de estar con el cuerpo aquí y la mente allí. Cuando me aceptaron el asilo supe que debía pensar en mí y vivir. Eso sí, he conseguido, gracias a las redes sociales y el anonimato que permiten, continuar la lucha y no sentir que he traicionado a mi país para salvar la vida».

Cuerpo aquí y la mente, allí

Marina no quería irse de Nicaragua y Mónica Castro tampoco quería hacerlo de Colombia. «No sé si fui valiente o cobarde por haberme ido de mi país», explica Mónica. Acude a la cita tras salir de trabajar de uno de los cuatro empleos que tiene, sin contrato, para poder sumar unos mil euros con los que ella y su hija pequeña, que ya tiene 19 años, viven. Su hijo mayor se quedó en Colombia. Es abuela pero no puede ver crecer a sus nietos. «Si hubiera podido también me habría traído a mi hijo, peor él ya era mayor de edad y tenía allí a su propia familia. Pero siempre me dice lo mal que están allí. Ojalá pudiera regularizar mi situación para que se vinieran», explica.

Pero ese camino es muy difícil de recorrer. Sobre todo porque hace una semana que le llegó la denegación de asilo. «Me ha dicho que han corroborado toda mi historia y que es real, pero al parecer no es suficiente sufrimiento. No lo entiendo. Ojalá pudiera regresar, pero no puedo. Tuve que huir porque o me mataban o me metían presa. Las amenazas eran claras», asegura. Y así cambió su trabajo de profesora en Colombia por cuidar tres días a la semana a una mujer de 85 años, limpiar una casa en la avenida de Francia y un despacho de abogados, y los sábados por la noche, a una señora que se ha roto la cadera. También dejó su coche en Colombia por el transporte público de Valencia y una casa de dos plantas (pensada para dejarla en herencia a su dos hijos) por una habitación de alquiler por 250 euros al mes en la Fuentes de San Luis, que comparte con su hija. Pero, además, esta mujer da clases online en su país, dos días a la semana (lunes y jueves) de 14:30 a 21:00 horas, horario español. «Eso me mantiene activa y es lo que me gusta, aunque yo soy muy perfeccionista y también he tenido que aprender a limpiar como una profesional, bien pero rápido», explica. El dinero que ingresa por las clases en Colombia va directo a la cuenta de su hijo.

Mónica no olvida su país y le duele no poder regresar. Sigue activa en la lucha gracias a las redes sociales y eso la mantiene en calma consigo misma. Sin embargo, y tras la denegación del asilo hoy su vulnerabilidad es total. En primer lugar por la dificultad de encontrar un contrato en el sector hogar-cuidados. «Ahora sí que tengo que trabajar ¿en negro, dicen ustedes?», explica. Y en segundo lugar porque «si ahora me roban el bolso, o me agreden... ¿qué hago? ¿cómo voy a acercarme a la Policía sabiendo que no tengo papeles?». La pregunta del millón de los más vulnerables, aquellos que llegaron por tierra, mar o aire en busca de una protección internacional que el país les ha negado.

Marina y Mónica llegaron a España en avión, pero ahora toca abordar la realidad de los solicitantes de asilo que salen de su país huyendo de una muerte y vuelven a esquivarla durante un viaje que dura años y finaliza tras una horrible travesía por mar.

Viajes eternos para no volver

Ousmane MBengue tiene 36 años y llegó, como tantos otros, en patera. «Un viaje muy complicado», relata. Llegó en agosto de 2018. Es de Gambia y desde septiembre de 2020 forma parte de ese grupo vulnerable que se queda sin papeles tras su denegación de asilo. Pero ha presentado un recurso. No puede regresar a su país. «Eso no», dice. «Eso, imposible», recalca. Le costo un año y medio llegar a España. Solicitó asilo y con su tarjeta roja en la mano comenzó a trabajar. ¿Dónde? En el campo. Ahí siempre hay trabajo para ellos, aunque pocas veces con contrato. Ousmane fue una de las personas que cada día salían a trabajar en pleno confinamiento. Las calles estaban desiertas pero el campo estaba repleto. «En el campo trabajan algunos españoles, pero la gran mayoría somos extranjeros», explica. Si le hablan del duro trabajo en el campo, él se ríe. «He vivido muchas cosas mil veces más duras», afirma. Asegura que la «tarjeta roja» le ha permitido trabajar con contrato. De hecho, cuando le denegaron la protección internacional aún le quedaban cuatro meses, pero se quedó sin nada. Sin trabajo y sin ingresos, tiene que buscarse la vida. ¿Cómo? Aparcando coches. Así consigue entre 10 y 15 euros diarios, una cantidad muy alejada de los 50 o 60 diarios que percibía por su trabajo en el campo. La vida cambia entre conseguir reunir de 200 a 300 euros al mes o ingresar entre 1.000 y 1.200. Esa es la diferencia a efectos prácticos entre tener o no la documentación.

Lo que a Ousmane le preocupa es poder pagar el alquiler. Comparte piso con otros tres compañeros, pero cada uno paga su parte y esta asciende a 250 euros, así que este joven de 36 años se esfuerza en mantener el techo y vivir sin nada más. «Lo que más me preocupa es tener que vivir en la calle», asegura. Y baja la mirada. El sistema le «obliga» a seguir en esta situación de vulnerabilidad, ya que la alternativa para la persona que aspira a ser refugiada y no lo consigue es obtener la documentación mediante la ley de Extranjería, demostrando el arraigo al poder afirmar que vive en España tres años como mínimo y que reúne una serie de requisitos. Uno de ellos, sin embargo, es tener pasaporte. Un imposible para Ousmane y para tantos otros. «Llegué sin pasaporte y no puedo recuperarlo. No se le puede pedir nada a países como el mío», explica. Y por primera vez desde que llegó a España asegura que no piensa en prosperar, en «subir», en mejorar, sino todo lo contrario. «Mis pensamientos se centran ahora en gastar menos, en conseguir un alquiler más barato, en ir hacia abajo en lugar de en ir hacia arriba. Soy joven, soy fuerte y estoy sano. Quiero trabajar pero...», afirma mientras encoge los hombros.

Samuel tiene 20 años y es de Sierra Leona. Pasó tres de viaje hasta llegar a España, en mayo de 2019. No quiere viajar más, ni emprender nada nuevo en otra parte. Está triste. Apenas sonríe. Le denegaron el asilo el 11 de marzo de 2021 y sale poco de su habitación en un piso compartido. Ha trabajado en el campo, pero ya no lo puede hacer. Al menos, con contrato. Tal vez por un sueldo miserable y un trato vejatorio. Y sin quejas. Ha tenido sueños, pero ahora se centra en tener «la cabeza tranquila» y completar esos tres años de invisibilidad obligada para demostrar el arraigo. No tiene familia desde hace diez años pero no quiere explicar qué pasó. «No quiero recordar», asegura. Y recalca: «Estoy aquí ahora, yo no tengo papeles pero soy español, quiero ser español y formar una familia. Retomar aquí mi vida». Retomar. A sus 20 años.