Acostumbrado a vivir a caballo entre la literatura y el periodismo, Alfonso Armada (Vigo, 1958) opta, en ocasiones, por fundir en una sus dos devociones para legarnos libros como Cuánto pesa una cabeza humana. Diario de un virus coronado por el miedo (Vaso Roto) escrito en 50 días (del 15 de marzo al 3 de mayo de 2020), cuyo titular lo dice todo… (¡Ah! El peso medio de una cabeza humana está entre 2 y 2,5 kilogramos)

¿Por qué ha elegido el formato diario para contar lo que quería contar?

Es un formato que he utilizado en dos o tres de mis libros anteriores, y supongo que tiene que ver con la necesidad que, a veces, tenemos de “atrapar el tiempo”. Cuánto pesa una cabeza humana lo escribí en los tiempos más duros de la cuarentena, cuando todos vivimos aquella sensación entre de desconcierto, paradoja, miedo e incertidumbre. Se trataba, y creo que aún se trata, de una situación inédita y extraña que, en mi caso, hizo que se abriese un tiempo de introspección, de manera que el diario fue mi particular manera de darle sentido a aquellos días.

He dicho diario pero me faltaba por decir poético. Porque este es un diario poético…

Sí, eso se debe en gran parte a que en aquel momento había empezado a leer poemas de Pau Celan, y además en alemán (aunque yo no sé alemán a pesar de haberlo intentado, quizás con no demasiada perseverancia). Así que todas las mañanas leía a Celan, conversaba con él y, a medida que fueron pasando aquellos 50 días, también mantuve este tipo de conversaciones con otros poetas y otros libros hasta que lo que estaba haciendo se convirtió en un diario de conversaciones y, al tiempo, de sensaciones.

¿Con qué objetivo?

Intentar darle sentido a un momento en que la vida me parecía que había perdido todo el sentido.

¿Como periodista, como escritor, como persona?

A estas alturas no puedo desgajar lo uno de los otro, pero yo soy sobre todo periodista en tanto en cuanto el periodismo para mí es contar historias verdaderas. Y sí, miro el mundo como periodista.

Sin embargo, ha recurrido a la poesía.

Una vez le oí decir a un periodista que la poesía no es ficción, y a mí esa frase me ha hecho pensar. Y quizás por ello cuando tuve la necesidad de plasmar lo que quería encontré en ella una excelente aliada. A mí me gustan los textos periodísticos que ayudan a entender el mundo y me gusta que el lenguaje sea expresivo, hondo, conmovedor. La poesía tiene esa capacidad y, en ese sentido, puede ayudar a los periodistas. Este libro puede entenderse perfectamente como una crónica elaborada a través de la poesía.

¿Usted no tuvo, en aquellos días, la sensación de que había atravesado la pantalla y penetrado en una película?

Algo de eso hay, pero no ha sido la primera vez que lo he experimentado. Yo vivía en Nueva York cuando sucedieron los atentados del 11-S, y recuerdo que la gente comentaba que aquello les parecía una película. Yo creo que eso se debe a que muchos de nosotros pertenecemos a una generación cuyo imaginario está lleno de imágenes y, claro, de películas, y eso ha contribuido a que en nuestra percepción de la realidad haya aumentado esa sensación de distanciamiento y de perplejidad que nos aleja de la muerte y el sufrimiento, a la vez que nos induce a creer que somos el reparto de un guion escrito por un dios perverso.

Por cierto, ¿somos reales?

Una vez me dijo una científica que no hay forma científica de demostrar que existimos. Esto es una paradoja que proviene de la noche de los tiempos, de la caverna de Platón, de La vida es sueño de Calderón…y entonces nos preguntamos: ¿La vida que vivimos es real? Esta sensación de pesadilla, de estar viviendo una vida irreal se multiplicó durante la pandemia pero, al cabo, resultó que sí, que era real, y ahí están los muertos para demostrárnoslo. Y aún así hay mucha gente que no se ha dado cuenta, porque vivimos en una sociedad que promueve la existencia de negacionistas de la muerte y del dolor. Ahora que se habla tanto de vacunas, yo pienso que abundan las personas que se vacunan contra la realidad.

Sobre todo en los primeros días, se habló de esta pandemia como si fuese una guerra. Y usted, que ha estado en varias guerras ¿qué dice?

Que no. Que esto no es ni se asemeja a una guerra. Me parece, además de inexacto, injusto que se compare esto con una guerra. Es cierto que la cifra de víctimas es terrorífica pero en las guerras, además de producirse muertes, se destruyen hospitales, puentes, fábricas, casas... y, por encima de todo, se destruye la convivencia. Y aquí no hemos llegado a eso ni muchísimo menos.

Su libro se subtitula Diario de un virus coronado por el miedo. ¿Qué papel ha jugado el miedo en este tiempo?

El miedo se ha convertido en un agente político de primer orden, tanto que hasta lo hemos visto en la campaña electoral de Madrid. En el coronavirus el miedo ha jugado un papel fundamental, ha hecho que la vida se haya convertido en algo extraño con el distanciamiento, con la imposibilidad de abrazarnos, con las mascarillas….Y, sin embargo, el miedo hay que tenerlo, forma parte innata de nosotros y sirve para protegernos. Cuando estuve en Sarajevo, durante la guerra de Yugoslavia,había momentos en los que me “olvidaba” del miedo, hasta que un compañero me gritó: “¡Por favor, ten miedo!”.

Lo que ha ocurrido (y que aún ocurre) ¿nos va a valer de algo?

Debemos tener cuidado en no confundir nuestros deseos con la realidad. Mucha gente ha dicho que espera que todo esto saque lo mejor de nosotros mismos. ¡Ojalá fuese así! Pero soy escéptico al respecto. Lo que percibo es que hay un deseo masivo de pasar página, de volver a vivir como vivíamos, y eso demostraría muy poca inteligencia. Sería contraproducente que volviésemos a vivir como vivíamos antes.

Alguna enseñanza positiva habremos extraído.

Una de las cosas positivas que nos ha traído esta pandemia es que nos ha hecho parar. Y eso sí que ha sido bueno porque vivíamos en un estado de prisa y ansiedad permanentes. Esta ha sido una magnífica oportunidad para, al menos, reflexionar.