Entre los siglos V y III a. C., junto al río Mekong, que atraviesa la actual Laos, Tailandia y Vietnam, comenzó el uso del producto de los arrozales para evitar que se pudriera el exceso de pesca.

La primera vez que mi anfitriona japonesa, Taeko, me dio a probar el pescado crudo en los inicios de la década de los ochenta del pasado siglo supe que algo estaba pasando en mi manera de concebir la comida. El proceso no se completaría hasta muchos años después, porque el sashimi y el sushi eran algo muy restringido en Europa y sobremanera en este país. Solo en las grandes capitales occidentales y en determinados lugares se apreciaba ese tipo de refinamiento frío que más tarde por razones de moda y de dietética se acabaría imponiendo popularmente. Con Taeko solía bromear; la cocina japonesa no se come, sino que se mira, le decía ante su evidente estupor. Era un concepto de belleza aceptado muy de Junichirõ Tanizaki, el gran escritor nipón que bebía de las sombras. Las sombras establecían, a juicio suyo, con la cocina de su país una armonía: entre ellas y la oscuridad existían lazos indestructibles. El sushi pasó a ser un artículo sofisticado pero ni siquiera sus orígenes eran japoneses.

Ahora déjenme que les cuente una pequeña historia. Aunque la evidencia del sushi es temprana resulta bastante incompleta, parece haber comenzado en algún momento entre los siglos V y III a. C. en los arrozales junto al río Mekong, que atraviesa la actual Laos, Tailandia y Vietnam. Entonces, las aguas poco profundas eran el hogar perfecto para la vida acuática, especialmente de las carpas. Los agricultores solían ir a pescar para complementar sus exiguas dietas. Esto planteó un problema. Cada vez que se desembarcaba una captura, la mayoría de los peces se pudrían en el calor antes de que pudieran comerse. Para evitar el desperdicio de alimentos, se necesitaba algún método con que ralentizar, o al menos controlar, la descomposición. Afortunadamente, el arroz glutinoso cultivado en los campos circundantes resultó ser el conservante perfecto. Primero, el pescado se destripaba, se frotaba con sal y se colocaba en un barril para que se secara durante unas semanas. Luego se raspaba la sal y se empaquetaba el vientre con arroz antes de depositarlo en barriles de madera, aplastarlo con una piedra pesada y dejarlo reposar. Después de varios meses, comenzaba la fermentación anaeróbica, convirtiendo los azúcares del arroz en ácidos y evitando así que los microorganismos responsables de la putrefacción estropearan la pulpa. Se podía abrir el barril, raspar el arroz y comer el pescado restante. El olor era, lógicamente, repugnante; el sabor, bueno, aunque algo amargo. Poco a poco, esta forma rudimentaria de sushi, conocida como nare-sushi , comenzó a extenderse. Desde el Mekong se dirigió al sur hacia Malasia, Indonesia y Filipinas y al norte, a lo largo del Yangtze, hasta China. Durante muchos años siguió siendo un alimento de pobres, favorecido por quienes trabajaban en los arrozales o cerca de ellos. Pero, con el tiempo, se consumió tanto que ganó aceptación en sectores más altos de la sociedad, tanto que incluso se mencionó en la enciclopedia china más antigua que se conserva, la Erya. Finalmente, el nare-sushi llegó a Japón. No se sabe exactamente cuándo, pero la primera referencia aparece en el código Yōrō, compilado en 718. Inicialmente muchos japoneses encontraron su olor repelente. La repulsión iba a ser, no obstante, un acicate para la innovación. Luego se tomaron medidas para que el sushi fuera más apetecible. En lugar de dejar el pescado en barriles durante meses, o incluso años, el proceso de fermentación se redujo a unas pocas semanas. Esto significó menos ácido y y hedor. En lugar de ser terriblemente amargo, el arroz ahora era agradablemente agrio y se podía comer con el pescado en lugar de tirarlo a la basura. Significaba el tipo de sabor que buscaban los japoneses.

Durante el siglo XII, el desarrollo del vinagre de arroz transformó los gustos y creó un apetito por los alimentos acéticos. Se habían desarrollado todo tipo de platos nuevos, incluidas las verduras en vinagre (namasu) y los encurtidos (tsukemono). Taeko, mi anfitriona japonesa, los conservaba en grandes tarros de cristal. Verlos acentuaba mi visión de la belleza, del mismo modo que Tanizaki ensalzaba, en su libro Elogio de las sombras, el cromatismo inigualable del arroz blanco perlado en las cajas negras en que se servía desprendiendo un cálido vapor. Pero nada fue tan popular como esta nueva combinación de arroz y pescado semifermentado, conocida como han-nare. Pronto lo disfrutaron artesanos, comerciantes, guerreros y, finalmente, incluso la nobleza.

En un Japón, rodeado de mar, no había solo más pescado que en el Mekong y en China, sino que la prosperidad, la aceleración urbana y las mejoras comerciales internas habían hecho que la conservación a largo plazo fuera menos preocupante. La fermentación fue sustituida por el vinagre. Se evitó el prensado y se redujo el tamaño de las piezas hasta llegar al nigiri sushi actual. Nació el edo-mae, que recibía el nombre de Edo (Tokio), la ciudad donde empezó a desarrollarse. Sin embargo, fue la tecnología la que creó el sushi que conocemos en la actualidad. Con la refrigeración, fue posible utilizar por primera vez rodajas de pescado crudo. Mientras que los pescados grasos como el atún se habían descartado anteriormente, porque nunca existió un método adecuado para curarlos o cocinarlos. El sushi se tradujo en un alimento festivo y refinado para disfrutar con familiares y amigos en ocasiones especiales. Tras la Segunda Guerra Mundial, viajó al otro lado del Pacífico y más allá. En la década de 1960, los californianos fueron pioneros en su propia forma de sushi: el rollo maki de adentro hacia afuera.

Por si tienen la paciencia de cocinar el arroz del sushi en casa, abanicarlo y todo lo demás, les doy las proporciones del vinagre que uso para aromatizarlo. Son 120 mililitros de vinagre blanco, 90 gramos de azúcar y 30 de sal.