Nacida, criada y ensolerada en Anaga, es testigo de la evolución de la zona cuando ni siquiera había carreteras y había que subir caminando por un sendero hasta El Bailadero. De joven ya vendía pan y vino, hasta que contrajo matrimonio y comenzó a trabajar en el bar que ahora regenta, con el que ha sacado adelante a sus dos hijas después de que se quedara viuda, alternando el restaurante con las obligaciones familiares.

Frente a la playa del Roque de las Bodegas, en Anaga, uno de altares de la cocina tradicional canaria de la zona. En temporada alta, cuando no había pandemia ni tantos problemas con el tráfico, allí estaba pendiente ella para que todos los clientes estuvieran atendidos; a muchos incluso lo considera parte de su familia porque han fidelizado su presencia en Casa África, como se llama el restaurante que regenta desde que tomara su nombre en la época que se lo compró a su cuñada.

África Negrón se muestra reacia a las entrevistas; lo de ella es trabajar, nada de cámaras, pero con la complicidad de sus hijas, Macarena y Alejandra –esta última la acompaña en el quehacer diario de la casa de comida– accede a unas preguntas. Eso sí, invita a sus interlocutores a sentarse pero ella permanece de pie firme. En la conversación, otro «cómplice», Ignacio del Castillo, quien fuera dirigente vecinal de Almáciga y compañero de batallas desde chico de África, una batalladora ejemplar.

Esta vecina de Anaga mira atrás y recuerda una infancia de trabajo. África dice que apenas pasó por la escuela, lo justo para escribir su nombre y «leer rápido». Como si no le hubiera valido para sacar a su familia adelante. Atrás queda el tiempo cuando la gente del lugar se dedicaba a cuidar cabras y plantar papas, batatas, ajos, habichuelas, pepinos que intercambiaban.

A sus 72 años, recuerda cuando en la zona vivía mucha más gente, unas 350 personas; y coge carrerilla para referirse a su infancia; de chica vivía por debajo de la ermita, cuando entonces se llamaba de San Juan y que luego se renombró en honor de la Virgen de Begoña. «Eso fue cuando llegó el mensaje en la botella», apostilla Ignacio.

África es hija de Anaga de pura cepa. Su madre, de Almáciga; su padre, de Benijo. Su padre se dedicaba a hacer carbón, lo que le permitía también hacer arquetas para las plataneras, mientras que su madre cuidaba de la casa.

Junto a su única hermana, Carmen, recuerda que los padres la mandaban a la escuela dos horas a la semana, «aunque a mi no me gustaba», tal vez porque la maestra dedicaba a los alumnos a hacer labores domésticas, a lo que se negó su padre para asumir su formación con los pocos conocimientos que él había adquirido en el Ejército español durante la guerra civil y la movilización de la Segunda Guerra Mundial.

Con doce años, por su espíritu emprendedor África ya estaba trabajando vendiendo pan en Almáciga y el Roque de las Bodegas y no perdía el viaje de vuelta porque, al regreso, volvía con un garrafón de vino. También en casa se dedicaba a bordar y a hacer crochet que le enseñó una de sus tías, lo que le permitía ganar un poco de dinero cuando venía la gangochera –dos veces a la semana–, poder comprarse unas lonas

Con el paso de los años contrajo matrimonio con su esposo, Mateo, que también era vecino de Almáciga, que regentaba un bar en el barrio de Buenos Aires, frecuentado por trabajadores de la Refinería, que dejó para ir a atender el de su hermana. Entonces no existía ni la carretera que pasa ahora delante de su restaurante y ya ponían unas mesas por fuera.

Alternando con el trabajo, sirviendo al público, nacieron sus hijas, Macarena y Alejandra, hasta que a a penas siete años después de casada se quedó viuda. «Mi padre me decía que no me quedara en el bar», pero ella afrontó el peso de su familia y siguió trabajando en el bar de su cuñado hasta que acabó por comprarlo y ampliarlo, con la complicidad fundamental de sus padres que le ayudaban a cuidar a sus dos hijas.

La palabra vacaciones no entra en el vocabulario de África, que siempre ha estado trabajando para sacar a los suyos para adelante y darle estudios a sus hijas; en la actualidad es abuela de una niña.

A las dos o tres de la mañana se levantaba para ir a comprar a la dársena pesquera, para luego, antes de regresar, pasar por el MercaTenerife y, con la compra ya hecha, comenzar los preparativos sobre las ocho de la mañana para que la comida estuviera preparada cuando llegaban los clientes, para cerrar muchos días a las tantas para comenzar en unas pocas horas la rutina de nuevo. Hasta 140 personas se han llegado a reunir en su restaurante, atendidos por la decena de trabajadores que tiene a su cargo. Y eso que dice que no sabe de cuentas... Ahí está siempre vigilante para atender a todos y que marchen satisfechos. «Elogian el pulso frito que hacemos, pero eso fue una receta que hacía mi madre y yo adopté; un día sobró y se me ocurrió freírlo para no tirarlo, y hoy en día es de lo más demandado» en su casa de comida. «Mi vida son las flores y estar atendiendo a diario mi bar», dice mientras se disculpa porque vienen clientes.