El gastronómada existe por la insaciable curiosidad culinaria del ser humano y desde el mismo momento en que en no todos los lugares cuecen las mismas habas. Los viajes ‘low cost’ han abaratado y simplificado esta clase de experiencia sensorial, pero siempre han existido los viajeros entregados a la búsqueda

En mi caso, más de dos tercios de la vida los he pasado anotando en libretas las comidas y restaurantes en los que me disponía a disfrutar de la mesa o a sufrir un chasco, el fruto de la indagación en los mercados de los productos que me resultaban novedosos y las cosas que me apetecía llevarme a la boca en ciudades de países que ya conocía o me resultaban ajenos.

Con la comida se alimenta uno pero también lo hace la escritura. Pocos escritores itinerantes se obsesionaron tanto con ella como Sybille Bedford, de la que creo jamás les he contado nada pese al tiempo transcurrido en estas páginas y a lo placenteros que me han resultado siempre sus libros. Con Bedford, el vino se apodera del párrafo y las ciudades cobran vida a través de los platos que prueba la autora, por ejemplo en Pleasures and Landscapes (Placeres y paisajes), que no dispone, tengo entendido, de traducción al español y que publicó Daunt Books a finales del siglo pasado, pero que recomiendo a aquellos para los que el idioma inglés no supone un obstáculo. Se trata de una colección de ocho ensayos de sus viajes por Europa durante 30 años, entre 1948 y 1978. En la Roma de los sesenta sale a cenar todas las noches, enumerando hasta perder el aliento la comida, las trufas blancas “ralladas en la mesa sobre un buen plato de pasta de huevo”, las naranjas sicilianas, las variedades de pescado; la bistecca alla fiorentina, en Florencia; los dulces, las crujientes pizzas, y en Francia, refleja en su cuaderno un diario de Burdeos y el revoloteo incesante alrededor de los grands crus clases, Latour, Margaux, Mouton, con el entusiasmo y el conocimiento del que sabe de lo que habla. Para Bedford, la comida y el vino eran una preocupación apasionada, y da la impresión cuando escribe de que pocos saben más que ella acerca de estas cosas.

Durante tres décadas, Sybille Bedford (Charlottenburg, Imperio alemán, 1911-Londres, 2006) viajó por Italia, Suiza, Francia, Dinamarca, Portugal y Yugoslavia. Las crónicas de estos viajes de descubrimiento proporcionan un registro fascinante de la evolución gradual de Europa desde la indigencia de la posguerra hasta la prosperidad impulsada por una industria turística en rápida expansión. Como alguien que pasó gran parte de su juventud en la relativa tranquilidad de la costa de Italia y el sur de Francia, es comprensible que Bedford considerase gran parte de ello con disgusto y, sin embargo, nunca comete la arrogancia de distanciarse. Todo lo contrario, examina este mundo cambiante con una curiosidad inquebrantable, centrándose con su ojo de novelista no solo en las edificaciones y el paisaje, sino también en los personajes que encuentra en el camino. Y, por supuesto, en la comida.

Su padre, el barón Maximilian von Schoenebeck, era el segundo hijo de un noble bávaro. Ejerció el aprendizaje en la caballería prusiana, “ese cuerpo desmesurado de zánganos que chocaban sables, ese estado dentro del estado, ese terreno para el jugueteo de una aristocracia insolente y ociosa”, como ella misma escribió. Le gustaba probar suerte con la ruleta, y la cocina gourmet, que él mismo practicaba con una estufa portátil que guardaba en un estuche de piel de cerdo. Lisa Bernhardt fue su segunda esposa, veinte años menor que él. Leía y hablaba francés, inglés, alemán y probablemente italiano, y tenía ambiciones como escritora, pero se distraía demasiado hablando. Bedford contó que ella le había inculcado la idea de que escribir era algo grandioso y comentó que ser educada para hablar de Dostoievski durante el desayuno había resultado una gran ventaja para poder dedicarse más tarde a la literatura.

Sybille Bedford, además de ficción, escribió libros de viajes, crónicas de casos famosos ante los tribunales —una materia que dominaba por haber estudiado leyes—, y ya cumplidos los noventa años, sus memorias. No dejó en realidad de recrear su propia vida efervescente e itinerante en casi todo lo que firmó. Intentó procesar la historia de sus orígenes en cuatro novelas, cada una de las cuales es una autobiografía familiar disfrazada de manera diferente. Leerlas es entrar en un extraño espacio de brillo lenticular, en parte debido al glamour que desprenden: Berlín, Roma, París, Nueva York, donde Bedford se mantuvo al margen de la guerra en Europa en la década de 1940, y especialmente Sanary-sur-Mer, Costa Azul, el lugar en que ella y su madre se establecieron durante algunos años entre las colonias de emigrados de las décadas de 1920 y 1930.

Se convirtió en una especie de hija adoptada de los Huxley (Aldous). Arrastró un caniche negro a través de Estados Unidos para los Mann (Thomas); bebió cócteles en París con Jane Bowles y Martha Gellhorn; en Grasse y California cocinaba y comía con MFK Fisher y Julia Child. Y cuando se instaló en Inglaterra en la década de 1960, la popular escritora británica de cocina Elizabeth David le dijo que el fragmento de su primera novela (El legado, Ediciones Gatopardo) en que describe un almuerzo con erizos de mar es una de las expresiones más luminosas y conmovedoras del Mediterráneo que conocía. Atención: “Los erizos de mar llegaron amontonados en una pila acorazada, negra y violeta, escalonados sobre bruñidas púas, como uno de esos detalles inexplicables de un fondo renacentista, una colina con cardos y una ermita, mostrando, dentro de cada cáscara rota, el dibujo de una tierna estrella de mar”. Luego venía la lubina con su costra, recién sacada de unas llamas avivadas con romero e hinojo.