La expansión de la Covid-19 por España ha dado alas a la correspondencia postal. Correos mueve hoy la mitad de cartas de hace 10 años y la mayoría de ellas son sobres que contienen recibos del banco y facturas, pero la crisis sanitaria ha cambiado esa tendencia: en el transcurso de las pasadas fiestas navideñas el tráfico postal ha crecido con mucha fuerza. Un 40 por ciento. Todo apunta a que a falta de los ansiados abrazos y de las entrañables reuniones familiares, renace el hábito de enviarnos misivas, sobre todo por las campañas solidarias que se desarrollan con las personas mayores como protagonistas.

Difícilmente un nativo digital conocerá la emoción de abrir el buzón de casa y encontrar dentro una carta con su nombre escrito a mano bajo una hilera de sellos y el de un ser querido estampado en el reverso. También es improbable que descubra el sabor que tenía la goma adhesiva de aquellos timbres con la efigie del jefe del estado o alusivos a algún hito cultural que había que fijar con saliva en los sobres antes de introducirlos en el buzón de Correos. Ni la experiencia de invertir una hora, dos, o muchas más, en escribir una carta siguiendo los consabidos protocolos. “Queridos padres, querido amigo, querido amor, dos puntos y aparte, te escribo para contarte…”.

Lo que venía a continuación solía ser una declaración a corazón abierto que si bien carecía de la inmediatez que han alcanzado los sistemas digitales de comunicación, normalmente llevaba una carga sentimental que nunca será capaz de aportar un email o un mensaje de Whatsapp. Quien lo probó lo sabe.

Como un vestigio de otra época, la cultura epistolar parece formar parte de un tiempo remoto y olvidado a pesar de contar con millones de practicantes vivos que rememoran con complicidad lo que sintieron cuando escribieron o leyeron aquellas cartas, muchas de las cuales guardan como un tesoro por ser retazos de su propia historia personal. No está claro cuándo dejamos de escribirnos ni qué o quién acabó con un hábito cuyo recuerdo sigue estremeciendo a quienes lo frecuentaron.

El culto a la inmediatez

Algunas voces apuntan a la irrupción de los teléfonos móviles, que agotaron en tantas llamadas de voz las historias que antes se contaban por escrito. Hay quien señala al correo electrónico, capaz de transportar en cuestión de segundos, de ordenador a ordenador, lo que antes tardaba días o semanas en viajar de una punta a otra del mundo a manos de un servicio, el postal, que durante siglos mantuvo el planeta conectado.

También hay quien relaciona el abandono de la tradición epistolar con el culto a la inmediatez que introdujeron las redes sociales y los sistemas digitales de comunicación, generosos en emoticonos y ágiles para trasladar mensajes cortos y rápidos, pero inútiles para insuflar el sentido de la paciencia y el aprecio por la dedicación que requería una carta.

Lo cierto es que el abandono del hábito de enviar misivas es anterior a la irrupción de los SMS y las aplicaciones de mensajería instantánea. En 2018, Correos transportó 2,7 millones de cartas y postales, justo la mitad de los 5,4 millones que movió en 2008.

Una reducción del 50 % en 10 años revela un cambio de costumbres, pero sería erróneo considerar a la primera década del siglo XXI como la edad dorada de las cartas o confundir los sobres que hoy cargan los carteros con los 2,5 millones que portaban cada temporada en los años 70, década señalada por los expertos como la de mayor actividad epistolar.

“Lo que hoy llevamos en nuestras sacas es, sobre todo, facturas de empresas, recibos del banco y notificaciones oficiales. Las cartas personales son la excepción, y cuando ocurre, normalmente provienen del extranjero”, señala Antonio Quesada, coordinador de ventas de Correos en Cataluña, quien apunta a la década de 1990 como el momento en que perdimos el hábito de enviarnos misivas. En esos años era jefe de cartería de Barcelona y tiene claro que quien mató a la correspondencia personal fue “el abaratamiento de las llamadas de teléfono”.

Desde entonces, la historia postal de este país ha sido el triste relato del abandono de una tradición, la epistolar, y con ella la de la industria que se movía a su alrededor, hoy más enfocada a la paquetería que a la clasificación y entrega de misivas. Con 25.000 buzones, España es actualmente el segundo país de Europa, tras Polonia, con menos puntos de recogida de cartas por habitante y también figura entre los que tienen menos oficinas postales.

Contra todo pronóstico, la respuesta a este dilema la acaba de dar 2020: en el año en que todo cambió, oh sorpresa, se ha recuperado el tráfico postal. Según los cálculos de Correos, en noviembre y diciembre creció un 40 % el número de envíos. De hecho, el 9 de diciembre la entidad batió su propio récord de actividad, con 2,2 millones de envíos registrados en 24 horas, la mitad de ellos cartas y postales. En Unicef, la oenegé que comercializa los christmas más demandados cada temporada, confirman este cambio de rumbo: esta Navidad han vendido un 30 % más de postales que en los años anteriores.

El coronavirus, que tanto daño ha causado, parece haberle sentado bien a la cultura epistolar. A falta de abrazos y encuentros familiares, al parecer son muchos, o al menos más que nunca, los que han optado ahora por recuperar la vieja costumbre de escribir cartas y felicitaciones navideñas para compartir afectos con quienes no van a poder estrechar en persona.

Juan Carlos Rodríguez es uno de ellos. Nacido en el municipio salmantino de Ledrada y residente en Madrid, la pasada Navidad no pudo volver a su pueblo porque tenía a media familia enferma de covid. La que más le preocupaba era su madre, de 81 años, ingresada en el hospital comarcal. Respondiendo a “un impulso interior” decidió escribirle una carta. “Hacía más de 25 años que no lo hacía y fue curioso reencontrarme con la parafernalia epistolar, pero la experiencia me ha reconfortado. Una carta es mucho más personal y profunda que una llamada. Hablé con ella el día anterior, pero por teléfono no me atreví a decirle ‘querida mamá’. En cambio, en la carta sí lo hice”, confiesa.

En su caso, la decisión de agarrar la cuartilla, el sobre y los sellos partió de él mismo, pero en las últimas semanas de 2020 proliferaron por todo el país multitud de invitaciones para recuperar el género epistolar con espíritu solidario. Se contaron por decenas las campañas organizadas por ayuntamientos y colegios para que los vecinos, sobre todo los más jóvenes, enviasen epístolas a los mayores que están pasando sus peores momentos en las residencias. Hasta la firma de ropa Stradivarius lanzó una campaña para animar a sus clientas, la mayoría adolescentes o veinteañeras, a mandar postales a familiares con los que en la Navidad no podrían reencontrarse.

Tradición epistolar

Al ir a hacerlo, muchas de ellas se preguntarían dónde poner la dirección del destinatario, dónde iba la del remitente y qué palabras había que usar en el encabezamiento. Es lo que, con pesar, a menudo se ha encontrado José Ivars, jardinero de profesión y filatélico de afición, cuando ha organizado talleres sobre tradición epistolar y concursos de cartas en colegios y centros públicos de su pueblo, Calp, y de todo Alicante. “Y es una pena, porque perder esta costumbre implica renunciar a un bagaje cultural que nos ha acompañado durante siglos y a una experiencia humana única. Cuando nos sentamos a escribir una carta a un ser querido, nos abrimos a esa persona y a nosotros mismos. En ese momento íntimo, no pensamos en la rapidez con que le llegará ese mensaje, sino en la profundidad de lo que le contamos”, explica este experto en sellos e historia postal.

El ecosistema filatélico sintetiza mejor que ningún otro el espíritu demodé, pero cargado de autenticidad y resistente a la demolición, que tiene la cultura epistolar a estas alturas de siglo XXI. Los fans de los sellos se sienten vestigios de otra época, pero ninguno renuncia a su pasión y todos reivindican la valía cultural e histórica de su objeto de estudio. “De hecho, hoy hay las mismas tiendas de filatelia que hace una década, y si se cierra un local es porque el dueño se jubila, no por falta de negocio. Durante el confinamiento, la venta online de sellos no paró de crecer, con peticiones de los cinco continentes”, asegura Alejandro Serrat Solé, presidente del Gremio de Filatelia y Numismática de Barcelona.

Que el mundo de los sellos es reacio a los cambios lo sabe bien María Teresa Miralles, una de las pocas mujeres coleccionistas de cartas y timbres postales que hay en España y la única que forma parte de la Real Academia Hispánica de Filatelia e Historia Postal. “Hace 50 años, cuando empecé a ir a las reuniones filatélicas, me miraban raro, pero al final se acostumbraron a mí, y yo a ellos. Este mundillo es muy masculino porque antiguamente los hombres eran los únicos que podían tener aficiones, las mujeres no. Esto ha cambiado en muchos ámbitos de la vida, pero la filatelia mira más a la historia que al futuro. Somos una reliquia del pasado”, reconoce esta enfermera jubilada, dueña de una de las mejores colecciones de sellos sobre su profesión que hay en el mundo.

El 7 de enero se celebró el día internacional del sello, cita que pasó desapercibida para el gran público y que apenas tuvo eco entre los profesionales de la filatelia, que este año, debido al covid, tuvieron que cancelar todas las citas presenciales que tenían programadas. “Pero la pandemia no ha hecho mella en el sector. Si algo ha cambiado el mundo filatélico en los últimos años, es que se ha hecho más selecto y profesional. Antes había mucho coleccionista ocasional que solo buscaba ganar dinero rápido, pero los escándalos de Afinsa y Forum Filatélico acabaron con la especulación. Hoy solo quedamos los aficionados verdaderos, pero publicamos más estudios que nunca”, afirma Esteve Domènech, filatélico y experto en historia postal.

Para el profano en la materia, un sello es un trozo de papel troquelado. “Para nosotros es un documento histórico que habla de su tiempo. En el pasado, los filatélicos solo nos fijábamos en los sellos. Ahora valoramos la carta en su conjunto, por el valor que tiene como testimonio vivo de una época”, destaca el historiador.

Precisamente, las referencias epistolares se han convertido en los últimos años en la principal fuente de información para historiadores e investigadores literarios. Cada vez se publican más correspondencias de figuras insignes –a veces con polémica, como ha ocurrido recientemente con la de Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós–, y las cartas personales de los protagonistas de la historia son consultadas con más asiduidad para comprender el pasado.

“Y cada vez se consultarán más, porque esas cartas son un testimonio directo de lo que pasó. A menudo revelan lo que el relato oficial de la historia quiso silenciar”, advierte Montserrat Jiménez Sureda, profesora de historia moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona y autora del libro Con el corazón añl papele. Historia y teoría de las cartas de amor (UAB). Tras analizar las misivas románticas que escribieron figuras como Hitler, Mitterrand, Frida Kahlo o Simone de Beauvoir, entre otros, la historiadora cree haber vivido la experiencia de viajar en el tiempo. “Esa correspondencia saca a la luz las debilidades humanas que esconden los grandes nombres. En el fondo, hasta el personaje más fuerte y temible, solo quiere que le quieran. Y eso lo revelan las cartas personales. Ahí no hay engaño posible, solo sinceridad”, observa.

La firma Stradivarius animó en un anuncio a sus clientas a escribir cartas a los familiares ausentes (a la izquierda). Arriba, carta enviada desde Blanes a Washington a través del Titanic. Por error no embarcó y se libró del naufragio. Y una imagen del primer sello puesto en circulación en España (1950). |