Con cierta frecuencia se comete el error de reducir informativamente la gastronomía a los cocineros y restaurantes donde no todos pueden comer. Sin embargo, la gastronomía, que, de acuerdo con la Real Academia Española, es el arte de preparar una buena comida, no se limita solo al cocinero que la prepara, que puede ser usted mismo en su casa. De igual manera que la tauromaquia tampoco consiste exclusivamente en la faena del torero, sino en todo lo que la rodea antes del desenlace a las cinco de la tarde, incluidos los taurinos con su conocimiento de la jugada.

La segunda acepción de la palabra gastronomía en el Diccionario de la Lengua Española conserva un espíritu bastante más festivo, incluso totalizador, del verdadero significado de esto. Gastronomía, además del arte de preparar una buena comida, es la afición a comer “regaladamente”, sostienen los académicos. De esa forma avanzamos desenvueltos al encuentro del gourmand o del tragaldabas tan popular en la literatura desde Rabelais y sus pantagruélicas aventuras de los gigantes.

La auténtica divulgación cultural gastronómica, de los alimentos y del placer de comer bien, resulta meritoria en un país donde los gastrónomos pertenecen más a la segunda que a la primera acepción académica. Incluso los que se dedican a divulgar se identifican mayoritariamente con este segundo grupo, no solo en el sentido de disfrutar con la buena mesa sino de hacerlo, como dice el Diccionario, “regaladamente”. De ese modo, los llamados críticos gastronómicos actúan muchas veces mediatizados por quienes les agasajan de una o de otra manera y resulta imposible distinguir lo que son las informaciones honradas del simple apaño publicitario. O la divulgación se confunde con la especulación comercial encubierta.

El lector tiene derecho a extrañarse de que en todos los sitios den bien de comer al leer las impresiones que se publican sobre un restaurante. Y el pobre hombre que ha abierto un local con un gran esfuerzo económico no tiene por qué soportar el estado de ánimo caprichoso del crítico insatisfecho o insuficientemente agasajado que se arroga el mayor conocimiento para propinarle de manera despótica un varapalo. Sucede en ocasiones; en otras, la mayoría, es café para todos envuelto en disquisiciones cursis sobre los platos de autor que le ofrecen a uno. No estoy seguro de no haber caído alguna vez en ello.

En resumidas cuentas, apenas existen críticas honradas sobre restaurantes porque apenas existen críticos libres de ataduras.

Pero por si esto no fuera suficiente para degradar la cultura gastronómica y su medio divulgativo, desde hace ya un tiempo las redes sociales han absorbido a toda clase de chupópteros y personajes escasamente cualificados, que recurriendo al señuelo gastronómico ejercen simplemente de hombres anuncio. Estos, al contrario que los críticos de la vieja escuela, ni siquiera ven la necesidad de pontificar. Simplemente captan una audiencia y desde ahí proyectan el aceite de oliva, los quesos, el bacalao, el jamón o el saquito de garbanzos ecológicos de “gran calidad” que les envían a casa. Fotografían el lote de alimentos de España como si se sintiesen agradecidos por el producto de subsistencia y se acabó. No habría nada que objetar salvo el señuelo de la gastronomía que no recibe de esta tropa ningún tipo de aliento; se trata sencillamente de vivir de gorra.

Hay otra fauna depredadora todavía más reprobable que también prolifera en nuestros días y es la que asalta los restaurantes para comer gratis haciendo valer, a modo de extorsión, su supuesta capacidad de influir con comentarios positivos o negativos en ciertas webs populares de viajes. Cada vez que un establecimiento se rebela contra este tipo de artimaña despreciable siento una enorme alegría, me sucedió no hace mucho en un estupendo restaurante italiano de la Puglia, donde en la misma puerta rotulado se hacía saber a esta clase de personajes que no eran bien recibidos.

Ha habido, en cambio, y supongo que todavía habrá una aristocracia de los gorrones que merecen cierta admiración por la forma que tienen de desenvolverse. Recuerdo el caso de Pascal Henry, el suizo que presumía de crítico gastronómico y fue capaz de culminar un tour europeo por los principales estrellas Michelin comiendo por la cara y recurriendo en cada ocasión a los mejores modales. Ante esa forma de comer de gorra habría que quitarse el sombrero. O también la de un conocido mío madrileño de viejos tiempos londinenses, especialista consumado del bello arte de frecuentar las mejores mesas sin pedir jamás la cuenta. Mi conocido, el gorrón, de buena presencia y a simple vista impecables maneras, ponía en práctica los trucos más increíbles, entre ellos discutir con el maître de un restaurante por la autenticidad de un hígado de bacalao noruego o la frescura de cualquier pescado. En una ocasión puso a sus pies a todo el servicio del comedor del hotel que le fió tras identificarlo ingenuamente con uno de los clientes más distinguidos, un famoso productor y editor discográfico. Se parecían como dos gotas de agua. Nadie lo vio nunca largarse a la francesa. Enfilaba la puerta saludando a unos y otros con extremada cortesía. No se libró, pese a todo, de ser conocido entre quienes lo tratábamos como Gorrónez, y en una variante más anglosajona, como Gorronson. Gorrónez, a su vez, admiraba a los penetras con clase. El buen penetra era, para él, un esteta que acertaba a colarse con elegancia y distinción en los sitios. Nada que ver con los Croquétez, así conocidos por abalanzarse sobre las croquetas o las gambas a la gabardina que se servían tradicionalmente en las recepciones. “En los cócteles hay que saber mirar de reojo lo que se cuece y esperar el momento oportuno”, solía decir.