Cuando era pequeño, en mi colegio existían niños y niñas “especiales”; o mejor dicho, no existían: sabía que estaban ahí pero muchas veces no los veía sino entrar y salir de un aula ubicada a unos metros de distancia de la nuestra, que era la clase de los chicos y chicas llamados “normales”, a los que íbamos la mayoría y que no presentábamos problemas de relevancia. Eran tiempos en los que ya la etiqueta asociada a diferencia o discapacidad se barnizaba con ese eufemismo: especial.

El caso está en que muchos proseguimos nuestros estudios, la mayoría; íbamos avanzando de nivel, con más o menos dificultades. De “los especiales”, dejé de saber. Nunca supe qué fue de ellas y ellos: un día, los perdí de vista y es ahora cuando me doy cuenta de que cuando dejé de verlos fue cuando dejaron de estar a nuestro alrededor; se habían hecho invisibles del todo. Habían desaparecido.

La historia de los niño y niñas “especiales” nunca fue contada o, al menos, yo no la escuché. Sí escucho cuando hay esperados reencuentros o leo gracias a las redes sociales las historias de los que acabamos con éxito nuestros estudios y nos volvemos a encontrar en la vida, unos con más suerte que otros, pero cada uno con su papel en la sociedad y con la capacidad para poder contar la historia de cada cual, una capacidad conseguida a través del mantenimiento de unos privilegios que un día alcanzamos y a los cuales no vamos a renunciar, porque no sabemos renunciar a lo que siempre hemos tenido ya que no nos educaron para eso.

No sabemos, en definitiva, qué ocurrió con aquellos chicos y chicas especiales -muchos posiblemente ni se lo pregunten-, pero sí que nosotros ahora, a veces, nos sentimos personas especiales: para nuestros amigos, nuestras parejas o nuestros familiares. Somo especiales, pero de otra forma: de la forma que cada uno de nuestros ha decidido ser especial.

Minorías silenciadas

Con esta analogía, y en un día como este -3 de diciembre- dedicado a reivindicar los derechos de las personas con discapacidad, quiero representar lo que simboliza la existencia de la segregación escolar, de la marginación y de la exclusión, factores que viven continuamente determinados colectivos en razón de su procedencia, su identidad cultural, su género o su llamada “diversidad funcional”. La mayoría de aquellos jóvenes especiales de mi infancia eran personas con discapacidades, para los cuales no se había diseñado -ahora tampoco- el mundo en el que vivimos las mayorías que ocupando un espacio prominente a través de nuestra presencia física, social, cultural y simbólica hacemos invisibles a los demás, a esas minorías silenciadas.

Un patrón de persona adulta privilegiada, cortada y medida de acuerdo a cánones aprendidos desde nuestra infancia (esos cánones creados que nos llevaba a pensar que aquellos niños y niñas especiales estaban mejor atendidos en sus aulas especiales separada de la nuestra a pesar de que con el tiempo se les perdió de vista y nunca se volvió a saber de ellos) es el que ahora justifica la necesidad de la segregación con el fin de darle a determinados colectivos lo que ellos creen que necesitan.

Con esta premisa, se justifica la necesidad de que sigan existiendo los centros de educación especial, las aulas enclave, los apoyos fuera del aula, etc. Toda una serie de medidas presuntamente compensatorias que enmascaran la existencia de un sistema educativo débil en donde la universalización de los aprendizajes se ve como un imposible, por lo que se piensa que es mejor seguir igual, con una educación general por un lado y, por otro lado, con una educación especial, para las personas que son “especiales” o, si le quitamos el barniz suavizador, para aquellas personas que presentan “problemas” a la hora de aprender como una mayoría.

La visión de la enseñanza, en pleno siglo XXI, sigue siendo paliativa: el estudiante es, casi, “el enfermo” -permítaseme el símil-, la persona joven carente de nociones culturales, competencias y habilidades necesarias para la vida (porque, claro, somos los adultos los que decidimos lo que es necesario o no para la vida de otras personas). El docente en este sistema es un colaborador muchas veces maniatado por leyes en las que no confía y que tiene la tarea de detectar dichas dificultades y paliarlas con aplicación de métodos que varían en función de los tiempos que se corren y las políticas educativas que se ponen en práctica, aderezadas por la forma de entender la enseñanza que cada uno tiene y que llamamos “libertad de cátedra”. Y luego está el currículo, ese conglomerado de instrucciones didácticas construidas de arriba abajo y nutridas de perspectivas estereotipadas de las culturas, la historia, el arte y la ciencia, aún en gran parte herencia de una visión enciclopedista de la educación.

Con este panorama, es lógico que aún haya sectores que alienten que la inclusión es una utopía; que defiendan que la educación especial en centros especiales puede ser inclusiva, o que propugnen que a veces es mejor segregar para atender para atender las necesidades. La educación se construye con recetas aprendidas de nuestra infancia y nuestro bagaje cultural, un bagaje en el cual aprendimos que el mérito es la excelencia, la alta capacidad, la brillantez e incluso la adaptación al sistema que nos imponen, y no el esfuerzo, el reconocimiento de la identidad, la lucha individual contra la marginación, el respeto y la sensibilidad ante otras realidades que están a nuestro lado.

Yo sí que creo que se necesita de una educación especial; pero creo que esa educación especial la debe tener cada niño, cada niña: la educación que haga que cada ser humano se considere especial junto a los demás. El pasado ocultó historias de otros jóvenes especiales por otros motivos; de niños y niñas casi nunca escuchados pero sobre los cuales pesaban losas de informes que justificaban su necesidad educativa especial y que sus familias se acababan creyendo, porque nadie les preguntó sobre qué necesitaban para ser considerados especiales de verdad, esa especialidad que nos hace felices.

Especial y universal

Hoy no sé dónde están. No sé si son personas dichosas o la vida les ha apartado y colocado en otros espacios, como ya les ocurrió cuando eran pequeños. Mirar para otro lado es una de las expresiones más clara del fracaso y muchos preferimos hacerlo, tanto antes como ahora. Ahora, los que mantenemos privilegios, tenemos la posibilidad de cambiar la noción de especial para hacerla universal, en nuestros actos, nuestras acciones, nuestras renuncias y nuestra capacidad para emprender nuevos retos. El primer paso no es difícil, aunque sí requiere de un alto nivel de empatía: se trata de hacer de la inclusión el camino para que cada persona se sienta libre para ser especial, para que las cosas puedan ser de otra manera y reinventar, así, las historias que vamos a contar a futuras generaciones.